El antiguo kiosco de la Dehesa en una imagen de los años sesenta (Archivo Histórico Provincial).
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El jueves 21 de abril abría tras su remodelación, el conocido como kiosco del “orejas”, en el parque de la Dehesa. En realidad, lo ha hecho parcialmente -únicamente el bar- pues la terraza de verano y el proyecto restaurante, que antes no tenía, comenzarán a funcionar más tarde. El consistorio capitalino, llevaba mucho tiempo –años- tratando de recuperarlo, lo que ha sido posible gracias a la iniciativa privada.
Desaparecidos, víctima de la grafiosis, el enorme olmo que se hallaba pegado a él pero sobre todo el legendario árbol de la música al comienzo de la década de los noventa que la misma enfermedad se llevó por delante, el kiosco del “orejas”, muy cerca de la coqueta y florida rosaleda, “dormida en el silencio de millones de rosas, abiertas cada mañana como un haz de ilusiones por los tibios dedos de las aurora” –se escribió en algún momento-, fue durante muchos años una de las instalaciones más representativas del céntrico parque municipal, oficialmente llamado Alameda de Cervantes, cuyo origen habría que situarlo en los primeros años cuarenta del siglo pasado cuando el Ayuntamiento de la época acordó la creación de un kiosco –que en principio era eso, y no más- que dispensara bebidas durante la época estival coincidiendo con la mayor afluencia de público al recinto. Porque no conviene olvidar que el establecimiento era una construcción elemental bien diferente de la más reciente conocida.
Durante muchos veranos, hasta que el 6 de junio de 1959 se inauguraba y entraba en funcionamiento la cafetería Alameda, o sea, la que está enfrente, a la que no hay manera de encontrarle solución, el kiosco de la familia Reglero, una elemental y para nada sofisticada terraza de verano, tuvo la exclusividad del entorno y se constituyó en el centro de referencia de la vida de la ciudad por más que existieran otras alternativas novedosas como pudieran ser el Mirador-bar, en la parte de acá del puente de piedra a la salida de la ciudad, y más tarde el Soto Playa, si bien es cierto que en estos dos últimos casos para disfrute de un público diferente.
A nadie se le oculta que el desaparecido templete del “orejas” está cargado de historia y que ha sido testigo del acontecer de una etapa irrepetible de la ciudad. Era, como escribió en los años cincuenta un conocido periodista soriano, el lugar donde los “veraneantes le pegan fuerte a la cerveza y a los batidos [y] las señoras entre sorbo y sorbo de líquido refrescante, hacen punto y gastan la lengua que es un gusto”. Pero de entre las muchas vivencias atesoradas quedó, sin duda, una especial para el recuerdo: no es otra que la que en estos tiempos modernos alguien ha dado en llamar y sin saber por qué se conoce como tertulia de los cráneos que se reunía cada día después de comer, a la hora del café, en torno a un grupo de intelectuales y eruditos, nativos o que sin más estaban aquí pasando el verano. Los habituales solían ser el filósofo Julián Marías y su mujer Lolita Franco, José Antonio Pérez-Rioja, Teodoro del Olmo, José Tudela, Heliodoro Carpintero [Moreno], Jesús Calvo [Melendro], Teógenes Ortego, Clemente Sáenz [García], Ricardo Apráiz, Anselmo Romero Marín, Agustín Pérez Tomás, Gervasio Manrique, Enrique García Carrilero, Agustín Muñoz Carrascosa (a. el pluscuam), Teodoro Rubio y el director del Instituto, Alejandro Navarro (a. el culeras), entre los que se recuerdan. El encuentro diario no pasaba desapercibido, desde luego, para los paseantes que frecuentaban el parque municipal soriano aunque, dada su composición y los asuntos que presumiblemente abordaban, lo contemplaran a distancia, para qué vamos a engañarnos.