EL INSTITUTO DE IOWA, UN CLÁSICO DE LOS VERANOS SORIANOS

Los profesores del Instituto de Iowa en la recepción de la Diputación de 1977. En el centro, el presidente Santiago Aparicio; a su derecha el profesor Adolfo Franco (Revista de Soria. 1ª época)

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El paseo en barca y las recordadas veladas en el Mirador Bar, en la mismísima orilla del Duero; el concierto vespertino de la banda municipal los jueves en el árbol de la música; las verbenas de los barrios -especialmente la de la calle Santa María- y celebraciones tradicionales como la fiesta de los chóferes, San Cristóbal; San Roque con vaquillas incluidas-, y en los últimos días de septiembre La Merced, venían a configurar el programa que cada verano se nos ofrecía a los sorianos, al margen de otras citas que tenían lugar en un ámbito  más particular. Luego   vinieron los Festivales de Verano y sin solución de continuidad los Festivales de España. Fue una época en la que la ciudad registró un acusado movimiento cultural plasmado en los Cursos de Estudios Hispánicos bajo el paraguas protector del filósofo Julián Marías.

No fue, sin embargo, este un caso único porque coincidiendo con esta iniciativa, sin duda innovadora, en el arranque del verano de 1971 trascendía la noticia de que la University of Northem Iowa, de los Estados Unidos, concretamente  su Departamento de Español había decidido crear un Instituto de Verano en España dirigido a profesores de español que desearan perfeccionar el idioma y conocer la cultura, la civilización y la forma de vivir, de sentir y de pensar de los españoles, de la mano del catedrático y profesor de la citada universidad norteamericana, Adolfo Franco, un exiliado cubano responsable del proyecto que acabó convirtiéndose en uno de los clásicos de los veranos sorianos. Hasta el punto de que a través del variado programa de actividades que desarrollaba terminaron integrándose de hecho en la sociedad soriana, con la que convivían durante casi dos meses. Pues, en efecto, llegaban a Soria unos días antes de las fiestas de San Juan, para no perderse detalle, y daban por cerrado el curso entrado ya el mes de agosto.

La actividad que desarrollaba en la ciudad este grupo de profesores era intensa y quizá por ello su presencia pasara inadvertida para el gran público o no fuera lo suficientemente conocida. Las clases solían comenzar temprano, en torno a las nueve, en las aulas del ya Instituto Antonio Machado ocupando toda la mañana que junto a las disciplinas específicas las dedicaban a hablar de los temas más diversos; era frecuente la asistencia de personalidades de la vida local, de tal manera que lo mismo acudía el músico Jesús Ángel León que el siquiatra José María Páez cuando no el periodista Fidel Carazo o el matador de toros soriano José Luis Palomar, en la cumbre de su carrera, quien por cierto, entre corrida y corrida se presentó una mañana en el claustro del centro con los trastos de torear, sin que faltase, por supuesto, el traje de luces, todo ello en medio de una sorpresa mayúscula y del estupor generalizado. Tomaban el vermú a mediodía en la Dehesa, en «el orejas»; comían en el mítico Hotel Comercio y por la tarde volvían al aula para empaparse de la generación del 98. Realizaban actividades extraescolares pudiera decirse y a finales de cada mes de julio no faltaban a la obligada cita de las doce de la noche en el Monte de las Ánimas, donde pasaban un buen rato y se deleitaban leyendo a Bécquer, del que eran fervientes seguidores.