El Gobernador López Pando, en el centro, con traje blanco, acompañado del alcalde de la ciudad, Eusebio Fernández de Velasco, a su derecha, probando la caldera del jurado Miguel Romero, en la parte de acá de la imagen, un Domingo de Calderas de los años cincuenta (Archivo Histórico Provincial)
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El Domingo de Calderas es un día singularmente especial para los sorianos.
Esa mañana, tras el vistoso desfile de las calderas por el centro de la ciudad, tiene lugar la conocida en lenguaje sanjuanero como “prueba de la autoridad”, una de las reminiscencias del pasado que acaso habría que plantearse revisar. Y sigue formándose, como antaño, una nutrida comitiva que a los más mayores les conduce inevitablemente a aquellos séquitos interminable encabezado por los prebostes que mandaban en los años de plenitud del régimen del General Franco, con el Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento de turno como figura angular de la celebración, a la que se unían los tiralevitas y pelotilleros de turno, amén de algún que otro caradura, que configuraban la comitiva oficial que se organizaba al efecto.
Con la excusa de unas Ordenanzas Municipales caducas, el poncio de turno vestido con aquel uniforme propio del cargo rancio por ostentoso y repujado de condecoraciones que malamente le cabían en la ancha solapa no se perdía ni de coña la ocasión. Y tras él, una colección interminable de sujetos que casi siempre con la menor o nula excusa se incorporaban a la comitiva. No se les conocía más mérito que el de no perder comba para salir en la foto que se dice ahora. Porque maldito lo que representaban y la falta que allí hacían.
La escena, a fuerza de repetirse cada año, terminó por hacerse de lo más normal. Vamos que pasó a formar parte del decorado festivo. De tal manera que cuando desaparecida la figura del gerifalte alrededor del cual giraba el acontecer diario de la vida cotidiana y como consecuencia dejó de encabezar la comitiva oficial cada Domingo de Calderas, se advirtió que aquello ya no era lo mismo. Aunque todo hay que decirlo, no fue necesario que tuviera que pasar mucho tiempo para que la circunstancia pudiera ser superada sin mayor trauma. No obstante, no dejó de ser un espejismo. Porque al socaire de las tan traídas y llevadas Ordenanzas Municipales, actualizadas hace unos años, surgió sin solución de continuidad la actual comitiva oficial que, con la misma puntualidad y rigor si se quiere, se forma cada Domingo de Calderas para asistir a la dichosa prueba de la autoridad –ahora le llaman “de Calderas”-, que continúa celebrándose con idéntico ritual o, cuando menos, muy parecido al de antaño. Por razones obvias del discurrir de la vida, no están algunos de los de entonces. Otros, los más jóvenes de la época, eso sí reconvertidos a la causa actual en un ejercicio de asombroso travestismo, continúan arrimándose al séquito, amén de algún que otro redentor de nuevo cuño que, como entonces, no se sabe qué coño pinta en la ceremonia. De modo que siguen los habituales, los de siempre, que en cierto modo y con la perspectiva que otorga el paso del tiempo, en la práctica vienen a representar exactamente lo mismo.
Pues bien, semejante comitiva recorría y probaba todas y cada una de las calderas, que eran trece pues a las de las doce cuadrillas había que añadir la conocida como “caldera de los pobres” que costeaba el ayuntamiento, en la que el séquito se detenía especialmente, y cuyo verdadero sentido no era otro que el de hacer partícipes de la fiesta a quienes no tenían medios económicos suficientes para celebrarla, es decir, a los que el consistorio consideraba legalmente pobres. Pero de ella hablaremos en otra ocasión.