SONIDOS DE LA CIUDAD

Un tren circulando en dirección a la estación de San Francisco por la trinchera que había junto a la actual calle Almazán (Richard Chambers, de la página de Facebook Historia Ferroviaria Española)

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Antaño, cuando la capital no era tan ruidosa y por supuesto más pequeña,  el tañido de las campanas de las iglesias, el reloj de la Audiencia, las sirenas de los talleres de la Renfe y el pito del tren se oían desde los puntos más alejados de la ciudad y fueron señales de referencia en el acontecer  diario de los sorianos.

Hoy resulta difícil no solo advertir su tañido sino reconocerlas. Por eso, cuando de tarde en tarde, en realidad de año en año, se las vuelve a oír con el inicio del buen tiempo y durante el verano, su sonido se recibe cual brisa refrescante en época de calor sofocante capaz de insuflar el ánimo de los sorianos y empujarles irremediablemente a la rutinaria espera de otros trescientos sesenta y cinco días para disfrutar de placer semejante, que sin dunda ninguna lo es.

El pito del tren, mientras estuvo funcionando la Estación Vieja, la Soria-San Francisco en la jerga ferroviaria, estuvo bien presente en la vida de la ciudad y de hecho suponía una referencia en su acontecer por la cadencia repetitiva con que se producía. Sobre todo muy de mañana, y en el invierno todavía de noche, el inconfundible sonido del pito de la máquina del tren, el que iba a Madrid (el torralbilla), era el reclamo más seguro para quienes tenían que comenzar la jornada laboral. Por la tarde -al anochecer, en los días más largos- ocurría lo mismo pero a la inversa. El sonido familiar, también por habitual, de alguna de las sirenas de los talleres de  la Renfe cuando no de alguna fábrica de los alrededores, era un complemento añadido.

El pito del tren, en fin, vino a representar durante décadas un aviso de la más absoluta fiabilidad en el marco de la ciencia casera relacionada con la predicción meteorológica. Y lo fue de tal manera que cuando el sonido que se percibía no era el conocido, dando la impresión de afonía y proximidad, como si tratara de hacerse notar y de abrirse hueco entre las gentes de la ciudad, es que soplaba el viento Sur, o lo que es lo mismo, la lluvia estaba asegurada; pronóstico, por cierto, que rara vez, si es que así sucedió en alguna ocasión, era equivocado. Algo parecido ocurría con el reloj de Monreal y, sobre todo, con el de la Audiencia.

En aquella pequeña Soria, recoleta y sin ruidos se percibía perfectamente el sonido de los aviones que sobrevolaban el cielo soriano. Había uno procedente de Madrid, al menos esa es la dirección que traía, que todas las tardes en torno a las seis cruzaba la ciudad. Algún veraneante que se las daba de entendido quizá por estar emparentado con alguien que tripulaba naves comerciales hacía vana ostentación de sus conocimientos haciendo saber a los chicos del barrio que era el que iba a Barcelona. Con los que pasaban en sentido contrario ocurría lo mismo, por más que no fueran sino fantasías propias de la niñez que venían a resumir, no obstante, el modo de discurrir del acontecer diario de la monótona y plácida vida ciudadana cuando en aquellos momentos eran contados los coches que rompían el silencio de las calles de la ciudad.

Hoy, setenta y bastantes años después, apenas se escucha el tañido de las campanas de las iglesias, y cuando así ocurre no resulta tarea fácil identificarlas; los solares en que estaba la estación de San Francisco, la Estación Vieja, hace ya décadas que dieron paso a modernas edificaciones; el tren, en Soria, no deja de ser una broma de mal gusto; las sirenas de los talleres de la Renfe y de las fábricas del entorno pasaron a mejor vida; el sonido de los relojes de Monreal y de la antigua Audiencia, que durante tantos años marcaron la vida de los sorianos, han sufrido idéntica reconversión que los edificios donde siempre han estado ubicados. Las estelas que dejan los aviones al surcar el cielo soriano en la misma dirección y hora de siempre es el eslabón perdido que queda de todo aquello.