El ensanche del Collado en una imagen de los primeros años cincuenta (Archivo Histórico Provincial)
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Hubo un tiempo, en los años más duros del franquismo, en que los periódicos locales tomaron por costumbre publicar, entre otras informaciones oficiales, noticias puntuales sobre las multas gubernativas impuestas por el Gobernador por conductas inapropiadas de los ciudadanos como pudieran ser alterar el orden público, blasfemar en la vía pública y promover escándalos, por ejemplo. De una de estas multas no se libró quien curiosamente al cabo de los años llegó a ser presidente de la Diputación Provincial –un soriano de los de toda la vida- que el 12 de mayo de 1954 fue sancionado con diez mil pesetas –una fortuna en la época- bajo el argumento de haber “dado un desdichado ejemplo, al olvidar que el cargo que ostenta y la posición social que tiene le obligan a extremar la corrección de su conducta en sus relaciones ciudadanas y en el respeto que la Autoridad debe”, reflejó con detalle la información oficial, que para que todo dios se enterara y sirviera de ejemplo a la población el periódico oficialista de aquel momento tuvo el buen cuidado de publicar en la primera página, recuadrada y en negrita, con el fin de llamar la atención de los lectores.
Otros pequeños detalles de la vida ciudadana no tuvieron evidentemente el mismo eco ni difusión pero no por ello dejaban de reflejar la realidad del día a día de la ciudad. Así, se contaba en que una visita rutinaria de cierto Inspector de Servicios a un cualificado organismo oficial que no viene al caso el alto funcionario observó extrañado que en una de las dependencias junto al puesto de trabajo de uno de uno de los empleados públicos había un garrafón de los que se utilizaban para el vino, en vista lo cual, y sin duda para satisfacer su curiosidad, no pudo por menos que preguntar al interesado acerca de su contenido. El funcionario, por cierto, de conocido alias en la sociedad soriana y de su adicción a la bebida, le contestó imperturbable que allí tenía la tinta que necesitaba para el cumplimiento de su trabajo administrativo cuando lo que en realidad había dentro del garrafón era vino tinto que procuraba tener a mano para satisfacer la otra función que el probo servidor público cultivaba.
Como tampoco trascendió a los periódicos, aunque sí a la opinión pública, la historia protagonizada por un afamado dentista de la capital, de constatada y acreditada fama de bruto como él solo en sus modales. Resulta, que en cierta ocasión, de esto hace muchos años -mediados los cincuenta-, acudió a su consulta un concreto paciente y una vez sentado en el sillón el profesional en cuestión se encontró por lo visto con más dificultades de las previstas para sacarle una muela que le estaba trayendo a mal traer hasta el punto de que el galeno en un determinado momento no tuvo mejor ocurrencia que poner la rodilla en el pecho del resignado paciente para de este modo facilitar la tarea y conseguir su propósito, como así fue. Lo dicho es tan cierto como que la escena la recordaba con frecuencia el propio interesado –un conocido dependiente de comercio de la ciudad- en la tertulia de amigos a la que asistía quien lo está contando ahora refiriendo con pelos y señales el episodio del que él mismo fue protagonista siendo un chaval.
O fin, tampoco tuvo gran eco lo que ocurrió una mañana de novena de San Saturio en la ermita, bien entrado ya el presente siglo XXI. Resulta que el funcionario municipal que atendía de ordinario la ermita tenía día libre, con licencia por asuntos propios para más señas. El caso es que el cura encargado abrió sin problema aparente alguno la puerta de entrada al santuario con la idea de, como cada día, decir la misa y oficiar la novena del Patrón, pero mira por dónde el clérigo, que por cierto todavía sigue en activo en una de las parroquias de la capital y lo recordará, sin duda, no solo desconocía el lugar en que se encontraba el interruptor de la luz sino que fue incapaz de dar con él tras infructuosa búsqueda, de manera que los oficios de aquella mañana tuvieron que celebrarse a oscuras, eso sí, con el consiguiente riesgo para los asistentes para acceder a la capilla del Santo habida cuenta la oscuridad del tramo a salvar y el trazado de las escaleras. Y, por supuesto, abandonar el reciento.