Braulio Rodríguez, exobispo de la diócesis de Osma-Soria, con el Papa Francisco.
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El próximo domingo, día 2 de octubre, es San Saturio. Fiesta grande en la ciudad. Más antaño que ahora.
En todo caso, la devoción y el respeto a la figura de San Saturio es una de esas contadas referencias que identifican y convocan en una especie de Fuenteovejuna a los sorianos o al margen de sus creencias religiosas. La otra, es las fiestas de San Juan. En ambos casos hay unanimidad. Existen ejemplos de ello. Pero vamos a ocuparnos de las de San Saturio.
Si por algo se caracterizan las fiestas en honor del santo anacoreta, es precisamente por su contenido religioso, con la novena como eje central y, desde luego, con la misa solemne que tiene lugar cada dos de octubre, el día de San Saturio, en la siempre conocida como Colegiata o San Pedro a secas, aunque oficialmente se la denomine Concatedral a raíz de la reorganización de la Diócesis en los años cincuenta del siglo pasado.
A la celebración de San Saturio suelen asistir las «autoridades locales y provinciales» con los maceros de la Policía Local en uniforme de gala. Normalmente la preside bien el Abad del Cabildo o algún ilustre invitado entre los que no suele faltar el Obispo de turno acompañado de un número más o menos amplio de curas concelebrantes, que suele variar en función de las obligaciones que tienen. Las naves del templo suelen llenarse esa mañana incluso no falta quien acude con la suficiente antelación sin más objetivo que el de ocupar un asiento lo más cerca posible del altar mayor después de las filas reservadas para las representaciones y corporaciones invitadas. La parafernalia de la liturgia es de sobrada conocida porque se viene repitiendo cada año casi con milimétrica exactitud desde hace varias generaciones.
Era el día 2 de octubre de 1989, festividad de San Saturio. El templo, como cada año el día del Patrón, estaba a rebosar. Esta vez el oficiante era el Obispo de la Diócesis Braulio Rodríguez Plaza, luego arzobispo de Toledo, tras pasar por las sedes de Salamanca y Valladolid.
Todo estaba desarrollándose en el marco de la más estricta normalidad. Porque, en efecto, luego de la tradicional procesión por el atrio del templo con la que se inicia la celebración, dio comienzo la misa y llegó el momento de la homilía que pronunció el propio prelado sentado en la jamuga ubicada ad hoc delante del altar mayor. Concluida la plática se incorporó del asiento el orador y durante unos breves instantes todavía se mantuvo de pie de cara al público mientras el maestro de ceremonias, el canónigo Carmelo Jiménez Gonzalo, un hombre que conocía al dedillo el protocolo y sabía adornarlo e imprimirle el boato que requería cada momento, retiró la silla sin duda con el fin de agilizar el desarrollo de la liturgia y de que continuase la celebración de la misa sin más demora. Pero mira por dónde el obispo Braulio en lugar de hacerlo así pretendió sentarse de nuevo, con tan mala fortuna que al haber sido retirado ya el asiento cayó hacia atrás y terminó con su buena dosis de humanidad en el suelo, patas arriba -con perdón- como no podía ser de otra forma, en medio del estupor general. El talegazo –la leche, que diría un castizo- fue de aúpa, y el susto monumental. Los momentos inmediatos posteriores estuvieron presididos por un clima de nerviosismo y de confusión hasta que una vez superado el que no dejó de ser un curioso incidente sin más, se restableció la normalidad, continuando la celebración sin mayor contratiempo. La televisión local, la única cadena que existía entonces, estaba transmitiendo el oficio religioso y ofreció en directo las imágenes, que lógicamente pudieron verse sin restricción alguna. Aquel día yo estaba en la iglesia y fui testigo directo.