La barbería de Pepe Vera, en el Collado, en una imagen tomada en los primeros años sesenta (Crónica del Siglo XX. Carmelo Pérez Fernández de Velasco)
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Hoy, en su mayoría, son unisex. Se está hablando de las peluquerías y de uno de los oficios, el de peluquero, que antaño estaba claramente diferenciado. Y no sólo entre quienes ejercían la profesión sino también entre los propios usuarios. Porque es bien sabido que había peluqueras y peluqueros: las primeras para cuidar exclusivamente la estética de las mujeres, los otros, la de los hombres.
En Soria proliferaban más las peluquerías de caballeros (sic); las de mujeres podían contarse con los dedos de la mano y puede que sobraran. Desde luego, nada comparable con la realidad actual porque, entre otros motivos, eran las menos las que tenían local abierto al público al estar generalizada la costumbre de prestar su servicio a domicilio, a requerimiento de las clientas. En cualquier caso, la denominación de peluqueras quizá hasta tuviera un cierto punto de pretencioso porque en realidad se trataba de peinadoras, sin más, denominación genérica por la que se conocía a las profesionales que iban de piso en piso peinando a las mujeres que se lo podían permitir.
En el caso de los hombres había diferencias sustanciales por más que no faltara quienes por las razones que fuera prescindían de acudir al establecimiento a cambio de ser atendidos sin necesidad de tener que salir de casa si es que no por el propio interés del barbero –nombre común para referirse a estos serviciales artesanos-, sobre todo, si ejercía el pluriempleo, como solía ocurrir con algún que otro conocido funcionario público que al tener clientela fija mantenía la costumbre de trabajar únicamente a domicilio, hábito este que todavía en la década de los setenta se seguía practicando.
Hablar en Soria de peluquerías de caballeros, un término puede que asimismo demasiado refinado situados en la realidad actual, es referirse a un conjunto de establecimientos irrepetibles por su tipismo que articulaban una tupida red, conocida comúnmente como de barberías, y barbero, por tanto, al que desempeñaba el oficio pues no era lo frecuente llamarle peluquero, al menos en determinadas capas sociales –las más bajas- de la sociedad soriana. Se trataba de unos locales singulares ubicados en su mayoría, y salvo excepciones, en las calles céntricas de la ciudad que se anunciaban mediante el reclamo colocado bien visible en la parte superior de la puerta del establecimiento que no consistía sino en una varilla metálica de la que colgaba una pequeña bacía con la forma de una vasija baja y de borde ancho, a semejanza de la usada por el barbero para remojar la barba, aunque dorada.
Pero, en fin, cuando hace ya tiempo que desapareció la práctica totalidad de estos establecimientos no entraña una dificultad especial reconstruir el listado de aquellas dependencias inolvidables, especialmente concurridas las tardes de los sábados, a la conclusión de la jornada laboral, cuando había largos turnos de espera –no se pedía la vez de viva voz- que se organizaban mediante la utilización de aquellas pequeñas chapas metálicas numeradas y convenientemente colgadas, cada una en su escarpia, en una pequeña tabla rectangular nada más acceder al interior del local. De este modo no cabía la posibilidad de que se produjeran malentendidos a costa de la preferencia de uno u otro ni de que los más avispados alteraran intencionadamente el turno. Una de las últimas barberías de las de siempre en cerrar –un verdadero santuario en este tipo de establecimientos- fue la de Máximo Sanz, en la plaza de Mariano Granados, regentada en la etapa final por su hijo Marcos, a la que en los últimos tiempos solían acudir con periodicidad regular personajes suficientemente conocidos de la sociedad capitalina como podía ser el caso de algún cualificado miembro del clero diocesano o del mundo de la cultura y de las letras sorianas. Otro de los locales de referencia de la Soria de antaño fue el de los hermanos Cascante (Antonio y Santiago), en la plaza de Herradores, que visitaba con relativa asiduidad, siempre a primera hora de la mañana, el mismísimo Ministro de Justicia y con posterioridad presidente de las Cortes Españolas, Antonio Iturmendi, los años que estuvo frecuentando la ciudad por motivos familiares suficientemente conocidos. Del mismo que el de Miguel Gómez, en la llamada entonces Plaza de la República (la de San Esteban y ahora De las mujeres), un “establecimiento montado con arreglo a las prescripciones de Higiene y Sanidad”, según el anuncio promocional; la peluquería de Eugenio, junto a la mítica librería Jodra, y muy cerca la de Pepe Vera, también en el Collado, frente al Casino, que, a pesar de haber cerrado hace ya décadas, en alguna ocasión no demasiado lejana hubo posibilidad de asomarse al interior y advertir que todavía se encontraba montada. La de Ballesteros, primero en el Collado y con posterioridad en la Claustrilla; la de Adrián, muy cerca; La Higiénica, en la calle Aguirre, y las de Florián y de Dámaso y Pérez, ambas en la calle Campo, son algunas otras de las más conocidas, junto con la de la Barriada y la misma del Casino que, por su localización, tenían clientela específica. Funcionaban, evidentemente, más. Anécdotas no faltan.