«Los tres arcos», una de las tiendas de ultramarinos con más sabor de la ciudad (archivo Joaquín Alcalde)
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Las viejas tiendas de coloniales o de ultramarinos hace ya años que pasaron a formar parte de nuestra cultura ancestral. La moderna sociedad de consumo acabó con ellas. Eran los tiempos en que su actividad se centraba casi y únicamente en el despacho del racionamiento. Se pesaba en las balanzas clásicas; el aceite se medía y servía a través de aquellos peculiares aparatos surtidores de émbolo, semejantes a los que se utilizaban en las gasolineras; el azúcar llegaba envasada en unos enormes sacos que costaba dios y ayuda moverlos; se envolvía en el peculiar papel de estraza cuando no en bolsas de papel no refinado precisamente. Las carretillas de mano, con las llantas de hierro, para transportar las mercancías, y los tradicionales, y puede que obligados por muy diversas razones, guardapolvos grises que, de manera generalizada, utilizaban también los dependientes de comercio de otros ramos ajenos al de la alimentación, venían a configurar la estampa de unas entrañables y únicas instalaciones que con su desaparición se llevaron por delante un buen pedazo de nuestra historia reciente.
El sabor a rancio que se percibía nada más entrar en aquellos viejos comercios puede que viniera propiciado por la sensación, para nada ilusoria, de abigarramiento que presentaban los locales –en algunos casos poco más que cuchitriles- y de encontrarse revueltos los productos que ofertaban, pero sobre todo por el olor tan característico que desprendían el chicharrillo escabechado, las arenques en las cajas de madera redondas y, en general, la casi totalidad de las existencias, lo cual le lleva inexorablemente a uno a retroceder en el túnel del tiempo algo así como medio siglo largo atrás. De tal manera que malamente se puede evitar que afloren a borbotones en la memoria bastantes de los que conocieron en su infancia sucesivas generaciones y se mantuvieron en funcionamiento durante bastantes años. Algunos, muy pocos, han logrado sobrevivir. Uno de ellos es el de “Los tres arcos” (en la actualidad, cerrado por reforma) que aunque con otra dirección que nada tiene que ver con la de antaño continúa ubicado en el sitio de siempre, la calle Aguirre, casi enfrente del majestuoso Palacio de los Condes de Gómara. En tiempos, “Los tres arcos” fue uno de los contados establecimientos que tuvo lo que entonces se denominaba sucursal. La sucursal de “Los tres arcos” estuvo en la calle del Campo con entrada también por la plaza de El Salvador, en la desaparecida manzana de edificios junto a la iglesia del mismo nombre sobre cuyo solar se ha levantado no hace tantos años un nuevo bloque de viviendas que constituye un atentado más a los muchos cometidos en tan céntrico como complicado entorno de la ciudad.
La tienda del Anastasio (Anastasio Jiménez Benito) en la plaza de Herradores, junto al callejón de El Salvador, fue otro de los comercios de ultramarinos tradicionales. Aunque con otra dirección en su última etapa, hace ya años que cerró sus puertas para dar paso a uno de los muchos bares que hoy pueblan la reconvertida zona.
En la plaza de Herradores se encontraba también la tienda de Manuel Ruiz (hoy, un bar más de los tantos que hay en la zona) regentada primero por el propio Manolo y más tarde por su hermano Agustín. Se trataba de otro establecimiento con sabor entrañable aunque en una línea de mayor modernidad que los hasta ahora señalados, para lo que se llevaba mediados los años cincuenta.
“La bola de nieve” en la Plaza de Abastos; la de Celestino (Celestino Pérez Benito), que con otra dirección, pero conservando la identidad que siempre tuvo, continuó abierta en pleno Collado, en el Pasaje Beltrán, hasta su cierre; y la de la Viuda de Sixto Morales, que cerró hace ya muchos años, en el local hoy ocupado por la tienda de regalos de Monreal, en el edificio donde está el reloj, son algunas de las típicas tiendas de ultramarinos de la Soria de siempre, a las que habría que añadir la de los hermanos Díaz Pastora, cariñosamente para los sorianos “Los cochinillas” de toda la vida, si bien en su originaria ubicación de El Collado esquina a la calle de la Claustrilla.
Había otras tiendas del ramo como la de Domingo Muñoz (junto al bar Torcuato), en pleno Collado, que por razones de la modernidad nada que tenga que ver con la antigua, si bien en este caso, el relevo en la dirección ha sido únicamente generacional. A todas las anotadas, como también a La Flor Sevillana (ahora es una moderna cafetería) y a la que había enfrente en lo estrecho de El Collado (también dedicada a otra actividad ajena a la que tuvo), acudían las amas de casa sorianas con las cartillas de Abastos a recoger el racionamiento en los años de escasez que siguieron a la Guerra Civil. Sin olvidarse de La Oriental, en la calle Estudios, en la mano derecha subiendo a la Plaza de Abastos, y la de Pedro Beltrán, un poco más abajo, pero en la acera de enfrente, que además de ejercer el comercio de minorista se vino dedicando simultáneamente a la venta al por mayor para después ampliar su ámbito a otras actividades ajenas al gremio.
Todas ellas –puede que se haya quedado alguna- configuraron la base del pudiera decirse tejido comercial de la ciudad, en el ramo de la alimentación, de una etapa verdaderamente difícil.