Misa de funeral en la iglesia de Santo Domingo durante el tiempo que funcionó como parroquia por las obras de la nueva iglesia de El Salvador (Archivo Histórico Provincial)
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En tiempos, el prólogo del ceremonial funerario como tal lo ponía el viático, que anunciaba el óbito próximo. Para administrar los óleos el cura con los ornamentos litúrgicos propios del momento, o sea, revestido con la sobrepelliz y cubierta la cabeza con el bonete, se dirigía andando al domicilio que le requería. Se hacía acompañar de un monaguillo cuyo único cometido consistía en portar un farolillo encendido y hacer sonar la campanilla anunciadora del momento.
Producido el fallecimiento, a veces antes de lo esperado, la primera e ineludible tarea era redactar, imprimir y distribuir las esquelas, con contenido muy parecido si es que no idéntico al de hoy, en cuyo texto no faltaba el detalle de la casa mortuoria, donde la familia velaba al difunto, recibía el pésame y de la que obviamente salía el cortejo fúnebre; eso sí, se tenía el buen cuidado de que quedara suficientemente claro que la «conducción [del cadáver será] al cementerio católico» para diferenciarlo del «cementerio civil», un pequeño cerramiento junto al otro aunque muy descuidado, reservado para albergar los restos de los no creyentes, que en aquellos tiempos no debían ser muchos a juzgar por las pocas inhumaciones que se realizaban y apenas trascendían.
Las esquelas, además de colocarse en los lugares habituales, como las iglesias -donde todavía se siguen colgando-, y locales de pública concurrencia como los bares, algunas se repartían a domicilio haciéndolas llegar en mano, con nombre, apellidos y dirección, a los amigos y conocidos, debiendo tener el buen cuidado de no cometer olvido u omisión, que de producirse podía acarrearle algún que otro disgustillo por la inmediatez con que había que efectuar la operación. En el periódico solo se publicaban las de individuos de alguna relevancia social. Para, entre otras cosas, evitar situaciones de compromiso y otras parecidas, llegó un momento en que se incorporaron al fúnebre comunicado coletillas tan lacónicas como «no se reparten esquelas» y «la familia no recibe», que no por ello dejaron de suscitar algún que otro enojo.
Bien, pues cumplido el trámite pudiera decirse protocolario, llegaba el momento de las honras fúnebres, por lo general al día siguiente, como ahora. La costumbre, en un entierro de los considerados normales, es decir, de un ciudadano o ciudadana de a pie, consistía básicamente en que el cura -a veces más de uno- revestido para el ceremonial se trasladase a la casa del difunto, se decía también doliente en círculos más refinados, acompañado de un monaguillo -cuando los chicos estaban en la escuela solía ejercer el sacristán de la parroquia, una figura clave hace años desaparecida-, igualmente revestido, que portaba la inseparable cruz parroquial, mientras las campanas de la torre de la iglesia del barrio «tocaban a muerto» con el tañido inconfundible que se podía escuchar en buena parte de la ciudad. Era el complemento perfecto para ahondar en el sentimiento más profundo de los directamente afectados por el óbito.
En las inmediaciones del punto de destino tan exigua y particular comitiva aguardaban, en plena calle, formando corrillos, los amigos del difunto, y en un lugar más discreto, como pudiera ser el portal de la casa, donde momentos antes se había instalado el ocasional velatorio, los más allegados, porque entonces las defunciones se producían por lo general en el propio domicilio. Se rezaba allí un responso, todavía en latín, concluido el cual la comitiva iniciaba la marcha a pie con dirección al cementerio a través de un itinerario que por lo general tenía como punto común el centro de la ciudad para subir más tarde por la calle Caballeros.
Abría la comitiva el acólito con la cruz, al que seguía el cura oficiante precediendo al féretro; luego los amigos y conocidos del muerto, algunos de los cuales tenían por costumbre incorporarse al séquito al paso de éste por cualquiera de los puntos fijos del trayecto, que hablaban de todo menos de la circunstancia que les congregaba con el consiguiente incomodo de los parientes más próximos, y finalmente la familia (el duelo, se decía) del fallecido. El pésame se daba en el cementerio, también más o menos como ahora.
Tan rígida celebración terminó el día que alguien se propuso terminar de una vez con ella y decidió romper con lo que había venido siendo tradición, de manera que los familiares fueran por delante de los acompañantes, inmediatamente detrás del ataúd, para así evitar el chismorreo más propio de una tertulia de café que de algo tan sensible como la inhumación del cadáver de una persona querida. La novedad, aunque a regañadientes, terminó por arraigar no sin antes y para no ser motivo de excepción, suscitar la censura inevitable entre otras cosas porque a partir de ese momento iba a resultar más difícil dejarse notar -que por lo general suele ser el propósito que subyace- ante la familia que iniciaba la marcha al comienzo del cortejo y no al final, como había venido sucediendo, lo que por otra parte permitía pasar lista, es un decir, y conocer quienes habían acudido.
El ritual concluía al día siguiente con la misa de funeral que solían oficiar tres curas, presidida por un enorme catafalco instalado ad hoc en la parroquia correspondiente. Entonces sí que podía darse por terminado el ceremonial, aunque quedaba el novenario de misas que de hecho no era más que el punto y seguido.
Por el contrario, Para los menesterosos, desheredados y sin familia no había parafernalia que valiera. Todo discurría de bien distinta manera. ¿Quién no recuerda los entierros que salían del hospital, siempre en torno a las tres de la tarde -una hora un tanto extemporánea que no obstante no dejaba de suscitar morbo-, y pasaban por el fondo de la plaza de Mariano Granados junto al chalé de la familia Carnicero, en los que en el mejor de los casos los únicos acompañantes eran el empleado de turno, el cura oficiante y quienes portaban el féretro tan elemental que se disponía para la ocasión?
Entrada la década de los sesenta -año más o menos- llegó, por fin, la tan deseada reforma de las honras fúnebres que, con las inevitables variaciones para acomodarlas a la realidad social, son las que se ofician hoy.