JUEGOS POPULARES, LA TRADICIÓN DE UNA ÉPOCA (y IV)

En los soportales de la antigua Audiencia Provincial se jugaba a las chapas, cuando el juego estaba prohibido (Archivo Histórico Provincial)

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En este último capítulo de los juegos populares de antaño hablaremos, como señalamos anteriormente, del juego de las chapas, el prohibido, para distinguirlo del que practicaban los chiquillos, que siempre estuvo muy arraigado socialmente. En la ciudad, fueron el cerro del Castillo, y según recordaba el costumbrista Paco Terrel, los portales de la antigua Audiencia Provincial, la acera del Palacio de los Condes de Gómara y la plaza de San Esteban los lugares preferidos. Fue, sin embargo, en el barrio de Las Casas y desde luego en Los Rábanos en las últimas localidades en que se ha podido ver jugarlas con motivo de las fiestas patronales estando todavía prohibida su práctica. De esto hace relativamente pocos años, cuando la Guardia Civil, sin duda por instrucciones que recibía de sus superiores, hacía la vista gorda ante una realidad que no había quien la parara. Hace ya años que el juego de las chapas pasó de estar prohibido, aunque tolerado, a legalizado. La Junta de Castilla y León así lo acordó en la Ley del Juego de julio del año 1998, quedando regulada su práctica poco después, curiosamente, cuando en Soria, en la capital, hacía ya tiempo que no se jugaba.

Y un par de notas más. El juego que algún estudioso de temas locales denomina «tirar al pulso» se conoció en la capital con el nombre de «echar un pulso», que consistía en medir las fuerzas en el improvisado escenario de la calle dos hombres que por únicas armas tenían sus fuertes brazos y la camisa remangada. Y le cabe a uno la duda si tendrá la consideración de juego popular soriano el llamado del arco -no está de más citarlo dado lo generalizado de su práctica-, al que los chicos solían dedicar buena parte de su tiempo libre. El artilugio era muy simple. Se seccionaba longitudinalmente una caña de aproximadamente medio metro, que mediante la fijación de extremo a extremo de una cuerda adquiría forma curvada, de manera que una vez tensada ésta se proyectaba desde ella otro trozo de caña o similar, a modo de flecha, con el único fin de que llegara cuanto más lejos mejor. Pero entrañaba un peligro. Si se jugaba en las calles o plazas se corría el riesgo de terminar con el cristal de la ventana, balcón o mirador de algún vecino con el consiguiente disgusto para el autor del desaguisado y, desde luego, del perjudicado que rara vez lograba identificar al autor de la fechoría.