Cartilla de racionamiento y cupones que se cortaban con cada suministro.
_____
Eran los años inmediatos posteriores a la Guerra. Se carecía de todo. Bueno, sólo algunos. Porque a otros no les faltaba de nada. Lo habitual era la miseria, el racionamiento y el estraperlo, vocabulario del lenguaje coloquial que pasó a formar parte del acervo popular.
El Estado ejercía un intervencionismo total como garantía de que el abastecimiento, siquiera de los productos de consumo básicos, estuviera garantizado, pero no de manera arbitraria sino rigurosamente controlada su distribución. En síntesis, el racionamiento consistía en el suministro periódico en los comercios de ultramarinos de una serie de raciones más bien escasas de alimentos de primera necesidad según el criterio preestablecido por el gobierno de la Nación.
Eran el aceite medido con aquellos viejos aparatos manuales de émbolo; azúcar, a veces morena porque se decía que era más natural aunque menos apreciada; arroz; legumbres (garbanzos, lentejas y alubias); chocolate; tocino bien gordo, con sal abundante, y en ocasiones rancio, transportado en unos enormes cajones de madera; harina; alguna pasta como fideos; patatas; pan, y puede que otros más. En general y por no alargar la lista, una serie de productos tanto de alimentación como de aseo, es el caso del jabón, que había que pagar religiosamente al precio fijado por el Estado.
El caso es que para poder retirar el suministro asignado a cada familia era preciso disponer de la llamada cartilla de racionamiento que expedía la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, Abastos para no andar con enredos, de tal modo que por cada ración había que entregar un número determinado de cupones en el comercio encargado de despacharla. En este sentido, durante el periodo de tiempo que se señalaba, en el caso que nos ocupa cuatro semanas en febrero del año 1952, “se efectuará un suministro de los artículos que a continuación se indican, y en la forma que se detalla a esta capital”, decía el Gobernador civil en un comunicado rutinario que semanalmente publicaban los periódicos. A los adultos, un litro de aceite, 400 gramos de azúcar y 200 de jabón; a los infantiles medio litro de aceite y un kilo de azúcar; y a las madres gestantes, medio litro de aceite y 500 gramos de azúcar”, en todos los casos “previo el corte de los cupones” correspondientes, recogía de manera taxativa la orden reguladora del abastecimiento. Es lógico suponer que otras semanas el racionamiento que se suministraba podía ser de legumbres (garbanzos y alubias) y arroz a razón de medio kilo por persona para la población adulta, que tenía derecho asimismo a dos kilos de patatas por persona, 100 gramos de pasta de sopa, idéntica cantidad de café y 200 gramos de chocolate, cantidades que naturalmente eran más pequeñas si se trataba de la población infantil.
Con el tabaco sucedía algo parecido. Tampoco se podía fumar lo que se quería o apetecía porque estaba igualmente racionado e intervenido. Aunque eso sí, incluso los no fumadores, bien por convicción o como manera de aliviar la economía familiar con la venta a terceros, solicitaban y estaban provistos de la correspondiente “tarjeta de fumador” que expedía “La Dirección de la Tabacalera, S.A.” y por consiguiente sacaban el tabaco de la expendeduría.
Algo parecido ocurría con la gasolina que se entregaba en “cupos a taxistas, médicos y sacerdotes”. Y tampoco extrañaba en la época que el Sindicato de la Piel pusiera “a la venta en las zapaterías calzado económico de tipo nacional para caballero a razón de un par por persona previa presentación de la Tarjeta de Abastecimientos”.
Al abrigo de la miseria, la escasez y el racionamiento surgió y funcionó el estraperlo, que no era sino el comercio fraudulento y el cobro de precios abusivos por artículos de primera necesidad intervenidos por el Estado, es decir, un comercio ilegal en toda regla. Se trataba de un pujante mercado negro en el que la picaresca era la nota destacada, que terminó erradicándose por sí mismo cuando al cabo de los años se pudieron superar las calamidades de la posguerra y normalizarse el consumo con la desaparición de las cartillas del racionamiento.