La farmacia Carrascosa en una imagen de los años cuarenta (Archivo Histórico Provincial)
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Parece que fue ayer y han pasado ya más de una década. El anuncio de la entrada en funcionamiento de una nueva oficina de farmacia robotizada qué duda cabe que no dejó de constituir, cuando menos, motivo de curiosidad si es que no sorpresa entre los usuarios de este tipo de establecimientos, que, para qué engañarnos, somos todos.
Lo hasta aquí dicho no puede por menos que retrotraernos en el tiempo y conducirnos irremediablemente a unas cuantas décadas atrás cuando en algunas –no todas- de las farmacias abiertas en la capital existían físicamente y funcionaban todavía las tradicionales y entrañables reboticas en las que se desarrollaban aquellas interminables charlas diarias, por lo general siempre con asistencia de los mismos contertulios, en las que sin necesidad de guion previo se hablaba de lo divino y de lo humano; unas estancias –en realidad, verdaderos santuarios- y unas costumbres que, pese al arraigo que tenían, los nuevos tiempos se llevaron por delante sin dejar más rastro que el del recuerdo, que lamentablemente se va perdiendo.
El caso es que al contrario de lo que sucede en la actualidad, en que no está al alcance de una generalidad lo suficientemente representativa relacionar con precisión las farmacias que funcionan en la ciudad y mucho menos la ubicación que tienen, antaño no era necesario realizar un ejercicio especial de memoria pues, de una parte, la ciudad, si se toma la referencia de su configuración formal, tenía un tamaño evidentemente mucho más reducido que el que presenta ahora, sin apenas barrios periféricos, y por otro lado la vida diaria de sus gentes se articulaba, con mayor acentuación que hoy, en torno al Collado, la referencia tradicional del acontecer ciudadano que sigue siéndolo.
Sea como fuere, antaño no sólo absolutamente nadie en la ciudad desconocía que la capital contaba con cinco farmacias, algunas con secciones independientes de laboratorio, droguería, fotografía, perfumería y óptica, entre otras, todas ellas en la arteria principal, o sea, en el Collado y su prolongación de Marqués del Vadillo, y relativamente próximas. Eran la de Felipe Pérez, en el que en Soria llamamos “estrecho del Collado”, muy cerca de la Plaza Mayor; la de Esperanza Domínguez, frente al Casino, entonces casinos, sí, en plural, porque funcionaban los dos; García Oñate, junto al emblemático comercio de la Viuda de Evaristo Redondo; Carrascosa, delante de la plaza de San Esteban, y Martínez Borque, al comienzo de la calle Marqués del Vadillo. Algunas han desaparecido o trasladado su ubicación y cambiado de titular y los locales que ocuparon están dedicados a otra actividad que nada tiene que ver con la originaria. Otras, por el contrario, convenientemente remozadas siguen funcionando e incluso están regentadas por sucesores en la línea familiar de quien les dio nombre y así se siguen conociendo después de muchos años de permanecer abiertas y, por consiguiente, de estar prestando servicio a los sorianos.
Porque de la farmacia de Monge, de la que cada vez menos se seguía hablando en los años 40 para localizar un determinado lugar de la geografía urbana, de tal manera que a la generación del momento le resultaba ya como algo muy lejano, no quedaba más que la referencia difusa de la acera llamada popularmente por el apellido del conocido farmacéutico, que no era otra sino el tramo comprendido entre la Plaza de Herradores y la actual calle Ferial, anteriormente Acera Nueva, recordaban los más mayores, al tratarse de edificios, en su mayoría, modernos.