LA TRADICIÓN DE VISITAR LOS NACIMIENTOS

Belén gigante en la fachada principal de la Diputación, en una imagen de 1963 (Julián de la Llana)

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Hace ya unas cuantas décadas que aquí, en la capital, el arranque de las fiestas de Navidad tiene como referencia el encendido del alumbrado (en ocasiones ni siquiera ha llegado a desmontarse a lo largo del año) y alguna que otra iniciativa de las asociaciones de comerciantes que acaso pueda constituir novedad por más que ya en los cuarenta y cincuenta se programaran actividades semejantes desde planteamientos diferentes pero con idéntica finalidad.

Si, en definitiva, rutinario es el acontecer navideño de ahora, otro tanto ocurría antaño. Porque de la secuencia invariable y repetitiva de la época formaba parte la gacetilla del único medio escrito que aparecía entonces a través de la cual se podía conocer, por ejemplo, que “en la planta baja del Palacio de los Condes de Gómara hemos tenido el placer de admirar un bello y artístico nacimiento instalado por las Falanges Juveniles de Franco en su Hogar con insuperable acierto y buen gusto”.

Pero aun siendo muy visitado el belén del Frente de Juventudes, como realidad lo era, es bien sabido y recordado que igualmente se montaban otros nacimientos (textual) bien en las iglesias y parroquias de la ciudad e incluso en algún domicilio particular, cuya visita, casi siempre, en familia, era uno de los ritos pudiera decirse que de obligado cumplimiento especialmente el día de Navidad pero, en general, durante los domingos del intermedio y las fechas más señaladas del periodo navideño como pudieran ser Año Nuevo y Reyes.

Pues, en efecto, no hacía falta que le dijeran a nadie por más que formase parte de la información del entonces trisemanario Campo de esos días, que “también pueden admirarse artísticos nacimientos en la capilla de los Reverendos Padres Franciscanos e iglesias de Nuestra Señora de la Merced (actual Aula Magna Tirso de Molina), San Francisco y en la Casa de Observación de Menores”, en la calle Alberca, cuando no en el Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, en Santo Domingo o en la iglesia del Carmen, y, en general, en la mayoría de los templos de la ciudad, si es que no en la totalidad. Todos ellos, y no porque lo contara el periódico cual si de una muletilla que repetía cada año se tratara, eran muy visitados y llamaban poderosamente la atención.

Sin embargo, el que sin duda más curiosidad suscitaba, sobre todo entre los más jóvenes, era el del Hospital Provincial -entonces en Nicolás Rabal- con aquella gran casa que se iluminaba al introducir una perra gorda (la recordada moneda de diez céntimos de las antiguas pesetas), en la ranura que tenía en el tejado. Y por qué no, el privado que montaba la familia de Claudio Alcalde en el primer piso de su vivienda de la calle Marqués del Vadillo, esquina con la Plaza de Herradores, con acceso, lógicamente, restringido. Porque el que comenzó a instalar el ayuntamiento en la Plaza Mayor, en principio sólo para la Cabalgata de Reyes, siempre fue otra cosa.