Los lavaderos del Soto Playa cuando todavía tenían actividad (Archivo Histórico Provincial)
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Acabadas, hace ya algunos años, las obras de las márgenes del Duero, una de las propuestas que pudieron escucharse, en medio de la maraña a que se nos somete a diario, fue la que hizo la asociación de vecinos del barrio de San Pedro pidiendo la rehabilitación de los antiguos lavaderos públicos del Soto Playa.
Es posible que por razones generacionales y no otras la iniciativa no dijera demasiado –acaso nada- a un sector cada vez más amplio de la población soriana. No así a los de cierta edad que lejos de mostrarse indiferentes les llevaron a etapas pretéritas. Hacía ya décadas que no se utilizaban pero aún podían verse algunos restos de la instalación, eso sí, en evidente estado de deterioro y por qué no de ruina.
No cabe precisar con exactitud la fecha en que dejó de usarse el lavadero del Soto Playa, ubicado junto a la antigua Elevadora (en lo que hoy es Museo del Agua), pero sí que coincidió con la despoblación del barrio del Puente, a caballo entre el final de los cuarenta y el comienzo de los cincuenta. Está documentada, por el contrario, que su construcción se llevó a cabo en los albores del siglo pasado, en 1903. En realidad se trataba de dos lavaderos, cubiertos ambos, uno de los cuales desapareció enseguida pues apenas seis años después –en 1909- un fuerte temporal ocasionó el hundimiento del que se encontraba en el lado derecho. A tan elemental, pero al mismo tiempo necesaria instalación, pues no todas las viviendas contaban con agua corriente y mucho menos para este menester, tenían por costumbre acudir con regularidad las mujeres que vivían en los alrededores a hacer la colada semanal, con los baldes de ropa sucia a rebosar sobre la cabeza, apoyados en un rodete que aliviaba el peso de la carga, y la inseparable –por necesaria- tabla de lavar bajo el brazo. Lugares también donde se hacía la colada eran las proximidades de San Juan de Duero y en tiempos más modernos el entorno del Molinete, sin duda por estar más guarnecido del viento y el frío que la desprotegida ribera del antiguo monasterio, morada en otro tiempo de los Caballeros y Monjes San Juanistas. Sea como fuere, el caso es que en las frías aguas del río se llevaba a cabo tan doméstica como especialmente dura tarea sobre todo los días más crudos del invierno, que en el buen tiempo no se limitaba al lavado de la ropa sino que comprendía también su secado. Pero no eran solo las amas de casa las usuarias del recinto porque había también lavanderas profesionales que, provistas del correspondiente cajoncito para facilitar el ejercicio del oficio, aguardaban a la clientela a pie de río tanto da que fueran los días de frío como los calurosos de verano. Cobraban por pieza lavada y las prendas las entregaban, por lo general, secas. Las lavanderas estaban constituidas en asociación a la que pertenecían casi todas las mujeres que se dedicaban profesionalmente a esta ocupación además de alguna otra a título particular, cuyos fines consistían en ayudar a las que pudieran necesitarlo, bien en caso de enfermedad o de apuro especial, además de la inexcusable obligación de prestar asistencia a las asociadas en casos determinados. Se trataba de una organización gremial hace tiempo desaparecida que entre otras actividades había una fija –no en la fecha, que solía cambiar- como era la de celebrar cada año su fiesta patronal consistente en una “misa de comunión general”, a las siete y media de la mañana, que tenía lugar en ocasiones en el Mirón, otras en la Colegiata (la Concatedral de ahora) y alguna vez también en la ermita de San Saturio el día de Santiago. Al comienzo de la década de los sesenta la asociación de lavanderas era historia. Ahora, el ayuntamiento va a colocar una escultura recordando la actividad que se ejercía allí.