CAPILLAS DOMICILIARIAS

La capilla de la Virgen del Carmen, una de las que circulaba por la ciudad (Mari Carmen Sánchez)

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La tradición forma parte de nuestra cultura. Con frecuencia apelemos, no sin una buena dosis de nostalgia, al recuerdo de vivencias antiguas que el paso del tiempo se ha encargado de borrar de la actualidad cotidiana pero que, en cualquier caso, siguen teniendo reservado un espacio en la memoria particular de cada uno y de la colectividad en general. En el ámbito local, una de las muchas tradiciones puede que no extinguida aunque sí en franco declive desde hace tiempo tiene que ver con lo religioso y, en particular, con las capillas domiciliarias. Un hábito que algunos estudiosos sitúan su origen en el siglo XV, incluso antes, y que sigue manteniéndose vigente en muchas zonas de España. En Soria, también.

Quizá deba señalarse antes de seguir adelante que las capillas domiciliarias son sencillamente unas urnas de madera, por lo general de aproximadamente 44 centímetros de alto, 22 de ancho y 15 de fondo, que contienen la imagen de un santo o una virgen protegida por un cristal y surgen de la devoción a la Virgen y a los Santos. En la parte inferior del frontal cuentan con una pequeña caja con su correspondiente abertura, en realidad una hucha, para depositar las limosnas. Esta era una tradición muy arraigada entre las mujeres que ha venido transmitiéndose de generación en generación. Aquí, en Soria, no ha sido una excepción, y aunque la práctica de este antiguo hábito haya decaído notablemente, y ni de lejos tenga el arraigo con que contó antaño, la realidad es que el testimonio de costumbre tan ancestral lejos de estar acabado sigue manteniéndose.

Las indicadas urnas de madera, que con la mayor propiedad pueden considerarse oratorios portátiles, porque de hecho lo son, iban, y siguen yendo, de casa en casa, sin salir del barrio, con una periodicidad antaño diaria, pues no podían retenerla más de veinticuatro horas que se materializaba, por lo general, al anochecer, siguiendo escrupulosamente el listado que figuraba adosado por detrás de la capillita con el día del mes y el nombre de la persona (el conjunto de todas ellas se conoce en la jerga como coro) que debía recibirla. Para ello era preciso que la celadora, en su condición de responsable de la capilla, se hubiera encargado de buscar previamente a las voluntarias que las acogieran en su domicilio y más tarde de revisar y renovar la lista, si hacía falta, además de recoger el dinero y entregarlo en la parroquia o iglesia en que se veneraba la imagen, que era la encargada de invertirlo en un fin determinado. Era una práctica rutinaria, rodeada de cierta solemnidad, si se quiere. Que se recuerde, aquí, en la ciudad, eran las capillas de la Virgen del Carmen, San Antonio y la Virgen del Perpetuo Socorro las más populares o, por lo menos, las que más circulaban –no falta quien señala también la de La Milagrosa- las que iban a diario de casa en casa siguiendo la tradición heredada, donde lo habitual era que permanecieran de anochecer a anochecer en cada uno de los domicilios. Allí se las colocaba en una de las mejores salas de la vivienda para ser venerada a lo largo de la jornada. En torno a la capilla tenía por costumbre reunirse la familia, cada día a la misma hora, con el fin de elevar sus oraciones, practicar los ritos y, como se ha señalado, depositar su óbolo. La dueña de la capilla recibía el nombre de titular pues había sido comprada por algún familiar suyo o por ella misma, que si bien podía retirarla del circuito en el momento que lo deseara, lo normal es que esto no ocurriera más que por alguna circunstancia especial cuando no por el deficiente estado de conservación del oratorio, aunque ciertamente no se recuerda ninguno de estos dos supuestos y sí por el decaimiento de una costumbre que se ha visto superada por los nuevos hábitos de la sociedad globalizada. De tal manera que de la práctica del día a día tan en boga hace décadas se ha pasado a una periodicidad pudiera decirse más flexible, posibilitando por tanto seguir manteniendo vivo el testigo de la tradición.