La plaza del Olivo antes de la remodelación de los años cincuenta (Archivo Histórico Provincial)
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Hubo una etapa que se extendió durante veinte años –en la década de los cuarenta y cincuenta-, que resultó decisiva para cambiar buena parte de la fisonomía de aquella pequeña capital con aire y costumbres provincianos que tenía en el Collado el eje de su actividad diaria por más que la vida se hiciera fundamentalmente en los barrios.
Metidos de lleno en la década de los cuarenta se construyó e inauguró el edificio del Instituto Provincial de Higiene, en la calle de Nicolás Rabal, junto a la dehesa, y el de la Delegación de Hacienda que abandonaba, por arcaicas y nada funcionales, las dependencias que había venido utilizando en el Palacio de los Condes de Gómara; inmuebles, estos dos que acaban de citarse, que ponían en la arquitectura urbana una nota de progreso y modernidad que contrastaba con la precariedad de la época. Casi simultáneamente la plaza de San Esteban sufría una profunda remodelación para dejarla básicamente en el estado en que se encuentra hoy, una vez superado felizmente, bastantes años después, aquel lamentable episodio –que terminó con alguno de los que encabezaron el movimiento opositor en el banquillo- a costa del empeño de uno de los alcaldes de cargarse a toda costa los árboles con la excusa de construir un aparcamiento subterráneo.
Por aquel entonces también –el año en que el General Franco visitó oficialmente la capital y se aprobaba el proyecto de abastecimiento de aguas- se llevó a cabo la ordenación de la zona de Santa Clara y de Las Pedrizas, en el otro extremo de la ciudad, que en este segundo caso –de indudable repercusión en el futuro de Soria- iba a acarrear, entre otros, el desplazamiento del tradicional mercado porcino de los jueves desde las traseras de Correos hasta una zona que no tardó en presentar el aspecto de abigarramiento que ofrece hoy, bien es cierto que coincidiendo con la ordenación del polígono que configuraron las calles Campo, Tejera y las proximidades de la plaza de toros todavía sin urbanizar. El entusiasmo de las autoridades locales por la nueva ubicación del mercado de cochinos llegó a tal punto que con las efusiones del momento llegó a plantearse seriamente la posibilidad de construir algo más arriba de la actual zona de los discobares unas instalaciones, modernas y funcionales, en las que pudieran desarrollarse de manera decorosa las operaciones de esta cita semanal, tan arraigada –si bien hace años perdida- en las costumbres de la ciudad.
Fue asimismo en la misma época cuando en el conjunto de un ambicioso plan de actuaciones en el parque de la Alameda de Cervantes se procedió a la sustitución de la portada que tenía por la actual, y partiendo de ésta se cerraba una buena parte del recinto, que por la derecha se prolongaba hasta la acera de enfrente de la casa de Nicanor Manrique –la de “El blusas”-, algo más arriba del actual Espacio Alameda, mientras que por el lado opuesto llegaba hasta el conocido como árbol gordo, muy cerca del edificio de Sanidad (frente al antiguo hotel Florida, actual Comisaría de Policía); además se llevaban a cabo tareas de acondicionamiento de los paseos y el estanque y desaparecían las casas del santero y del jardinero adosadas a la ermita de la Soledad, con lo que este pequeño entorno iba a ofrecer a partir de entonces un aspecto novedoso, por otra parte muy semejante al que tiene ahora, excepción hecha, como no puede ser de otra forma, del Árbol de la Música. La fuente de Los Leones tampoco duraría mucho tiempo en el Alto de la Dehesa para erigir en su lugar el monumento a los Caídos. No demasiado tiempo después se instaló y bendijo el monumento del Sagrado Corazón en el parque del castillo; se comenzó a trabajar en los proyectos de construcción de la Barriada de Yagüe y de remodelación de la calle Real mientras que se convertía en realidad la Escuela de Formación Profesional –otra de las iniciativas innovadoras y de mayor impacto de aquellos años- en la emergente zona colindante con la huerta de San Francisco.
Mediada la década de los cincuenta se reordenó la plaza de Ramón y Cajal -para los sorianos más viejos, de “La leña”-, y se construyó la Oficina de Turismo, aquel cuchitril llamado pomposamente Oficina de Turismo, donde el actual equipo de gobierno municipal ha colocado la maqueta de la ciudad; del mismo modo que la plaza de San Clemente, que se llevó por delante la entrañable, aunque en estado de ruina, iglesia del mismo nombre en cuyo solar se edificó el edificio de Telefónica. Asimismo, la comúnmente conocida como plaza del Chupete –Mariano Granados- fue sometida a un profundo cambio de imagen más aprovechando –si es que no por ordeno y mando- la construcción del monumento al General Yagüe. Y se le puso iluminación al emblemático y añorado Árbol de la Música, al que los integrantes de la banda se subían cada domingo –también los jueves del verano a la caída de la tarde- para ofrecer el acostumbrado concierto del mediodía tan pronto como llegaba el buen tiempo. Del mismo modo que se acometían importantes obras de reforma en la iglesia de La Mayor, que en el exterior afectaron a la fachada con la sustitución de la vieja puerta de acceso al templo, a las que siguieron, prácticamente sin solución de continuidad, las del entorno de San Juan de Rabanera, a la conclusión de las de reordenación del área que comenzaba en Ramón y Cajal con prolongación hasta las traseras de la plaza Mayor, lo que implicó el derribo de algunos edificios de la calle Claustrilla en su confluencia con la de Caballeros, y otros de la de las Fuentes con la de Rabanera (hoy, San Juan de Rabanera), colindantes con el viejo y destartalado caserón de Obras Públicas, en una de las operaciones urbanísticas de mayor alcance que se recuerdan en la historia reciente de la ciudad.