Desfile del Domingo de Calderas, en la Dehesa, junto a la ermita de la Soledad en una imagen de los años sesenta (Archivo Histórico Provincial)
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El Viernes de Toros era costumbre comer en familia salvo los llegados de la provincia que solían acudir a la trasera de la fuente de la Dehesa junto al kiosco del “orejas”. Era el comedor de tan singular y único día.
Por la tarde, la plaza registraba todavía una mayor entrada si cabe. El llenazo era de los de aúpa pero no afectaba al desarrollo del festejo aunque bien es cierto que la progresiva presencia de mozos en el redondel se acentuaba durante la lidia del último toro, el de La Blanca. Si a ello se unía el trapío de la res –normalmente se trataba de uno de los toros más grandes-, su devolución a los corrales estaba de antemano garantizada, pues solía repetirse cada año sin probabilidad de error.
Los toreros de la corrida matinal –por la tarde, sin que se sepa por qué, la costumbre era otra-, solían acudir a la plaza andando desde el hotel pues se alojaban en establecimientos próximos, por lo general de condición modesta, acordes económicamente con lo que cobraban.
Terminado el festejo, el regreso a su lugar de alojamiento solía ser el mismo salvo para el matador, que si había realizado una faena importante lo solían llevar en hombros los mozos “hasta el hotel”.
Así se llegaba al Sábado Agés. En 1948 y 1949 se recuperaron al amanecer los toros enmaromados, prohibidos desde principios de siglo. Fue un simbolismo pues del mismo modo que se retomó el festejo, desapareció. Desde entonces no ha vuelto a celebrarse.
Los locales de las cuadrilla solían ser siempre los mismos, norma que con criterio discutible se ha vuelto a retomar no hace muchos años al adquirir en propiedad el ayuntamiento locales de nueva construcción, que si bien resultan más confortables carecen del tipismo de aquéllos.
Ahora, por razones sanitarias y de consumo, la tajada en crudo se sirve envasada al vacío, con lo que la vieja estampa del plato y la servilleta para taparla y preservarla debidamente hace años que desapareció.
La tarde del sábado, sí, estaba dedicada por completo a la subasta de los Agés. Que sólo se subastaran los despojos tiene su sentido, porque entonces todavía existía la costumbre de que fuera la carne del toro de la cuadrilla la que se repartiera entre los vecinos, de manera que no quedaban más que esas piezas concretas de la res, o sea, las que no eran susceptibles de ser repartidas como tajada a los vecinos. Y, por supuesto, las botas, llenas de vino. De todos modos, aquellos años los Agés comenzaban a una hora más temprana y como consecuencia lógica también terminaban antes. De esta forma se hacía más vida en la cuadrilla.
Y sin apenas darse uno cuenta se había llegado al Domingo de Calderas. El desfile de las Calderas desde la Plaza Mayor hasta la Dehesa y la prueba de la Autoridad eran como ahora. Lo que sí cambió hace ya bastantes años fue el sistema de reparto de la tajada cocida, porque en efecto entonces tenía lugar en la propia Alameda de Cervantes salvo la de las cuadrillas de La Cruz y San Pedro y Santa Catalina que lo llevaban a cabo en el parque de La Arboleda facilitando la comodidad de los vecinos. En cualquier caso, ni la tajada del toro, ni el huevo, ni el chorizo se repartían envasados, ni por supuesto el vino embotellado. De modo que cada vecino que había entrado en fiestas no tenía más remedio que acudir, y lo hacía con gusto, con su plato de loza, una buena servilleta de tela y la consiguiente botella de cristal, en la que se le servía el vino directamente desde el odre. No mucho tiempo después, y por razones prácticas, el reparto de la tajada cocida se trasladó a los respectivos locales de cuadrilla. A las calderas de las doce cuadrillas había que añadir la de los pobres de la ciudad, que costeaba el Ayuntamiento, y que se repartía igualmente en la parte alta de la Dehesa.
Acaso el que menos variaciones haya experimentado en su desarrollo sea el Lunes de Bailas, si bien al contrario que en aquella época la procesión de los santos titulares de las cuadrillas llega a eternizarse, lo que en parte puede explicarse si se tiene en cuenta la extensión de la ciudad tres veces la de antaño. La bajada a Las Bailas y el regreso a la ciudad no han sufrido modificaciones importantes.
De este modo transcurrían, a grandes rasgos, las Fiestas de San Juan de la posguerra hasta que un Gobernador, Luis López Pando, intentó reconducirlas pretendiendo introducir novedades. La respuesta fue la fuerte contestación popular de la noche del 29 de junio de 1953, al regreso de Las Bailas.