VERBENAS VERANIEGAS

 

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En la plazoleta de la calle Santa María se celebraba la verbena más concurrida de los veranos sorianos (Archivo Histórico Provincial)

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En los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil se venían celebrando en algunos barrios de la ciudad aquellas famosas y obligadas verbenas durante los meses de verano.

Lo de menos es el origen y a cuando se remontaba la costumbre. El hecho cierto es que había tres, sobre todo, que sin saberse por qué, gozaban de un acreditado prestigio y del aprecio generalizado de la juventud de entonces. Cronológicamente abría el ciclo la de la Plaza del Carmen, el 16 de julio, que tenía lugar coincidiendo con la fiesta de la Virgen de esta advocación, tan arraigada en la ciudad. Lo cerraba la de San Lorenzo, en el barrio de este nombre, el 10 de agosto, con hoguera incluida como hoy. Y en medio estaba la de la calle Santa María, el 6 de agosto, día en que tenía lugar la fiesta de la parroquia de El Salvador; verbena que, como en el caso de la del Carmen, se celebraba por la noche tras la procesión vespertina por las calles del barrio. Hubo una cuarta, la de la plaza de Fuente Cabrejas, de vida efímera, que tenía lugar en una fecha próxima a la Virgen de agosto.

La calle de Santa María era, sin duda, la más concurrida, sobre todo cuando coincidía en víspera de festivo, y la que contaba con mayor aceptación. Todas, sin embargo, tenían puntos de referencia comunes. Se encargaban de organizarlas los mozos y las mozas casaderas del barrio para lo cual con tiempo bastante una comisión lo suficientemente representativa visitaba casa por casa solicitando a los vecinos el óbolo con el que contribuir a los gastos que suponía la celebración de la fiesta. Presupuesto que no tenía más partidas que la de los papelillos multicolores con que se adornaban las calles del barrio y la de la música con que amenizar el baile que, habitualmente y salvo que la colecta fuera importante, era mediante picú, un altavoz, vamos. Si pagados todos los compromisos, al final había superávit, que siempre solía ocurrir así, los miembros de la comisión encargada de la organización solían reunirse a merendar.

La verbena de la calle Santa María, era en definitiva la más concurrida de todas, y quizá aquellos años la más representativa, sobre la que merece la pena anotar alguna peculiaridad producto, más que otra cosa, del entorno en que tenía lugar.

El origen y su antigüedad debían haberse perdido en el túnel del tiempo. Puede que surgiera, como las demás, al socaire de la fiesta de la parroquia a la que pertenecía el barrio o de alguna otra celebración religiosa que tuviera alguna relación con él. No cabe otra explicación porque, en efecto, la fiesta de este barrio céntrico de la capital coincidía con la de la iglesia de El Salvador, que tenía lugar el 6 de agosto. Después de la ceremonia religiosa en el interior del primitivo templo salía la procesión, siempre con el mismo recorrido: subía por la calle de Numancia y bajaba por la de Santa María. Luego, ya por la noche, era la verbena. La fiesta popular. Toda la calle de Santa María, desde la plaza de El Salvador hasta el final en su confluencia con la calle de la Tejera –entonces carretera general- había sido conveniente adornada con cintas, cadenetas y algunas otras figuras confeccionadas a base de papelillos de colores. La colocación de los adornos suponía, sobre todo para los chicos, un verdadero acontecimiento y un motivo de fiesta.

El final de la calle, en la misma plaza, era el lugar elegido para el baile que se solía prolongar hasta bien entrada la madrugada. En ella se instalaba tan solo algún puesto de helados normalmente de la familia del Ramón Fuentes, El Ramonín. Ninguno más.

Era tal la concurrencia de público, que lo normal es que además de la aludida y coquetona plazoleta se utilizara también la carretera como pista de baile, lo que no causaba el más mínimo contratiempo a la circulación rodada.

Durante tres o cuatro horas, dependiendo de que el día siguiente fuera o no festivo, los viejos picús de Nicolás Ruiz desgranaban las notas de las piezas bailables más conocidas de la época para solaz de aquellos mozos y mozas casaderos, y en ocasiones no tan mozos ni acaso casaderos. Si la economía lo permitía, era la Banda Municipal de Música la que amenizaba en la verbena. Claro que entonces la fiesta ya había venido a menos pues las crónicas cuentan que a principios del siglo pasado hubo año, como ocurrió en 1903, que «se quemaron dos ruedas de fuegos artificiales y dos bengalas de bombas».

Las nuevas formas de diversión, la evolución de aquella sociedad provinciana hacia conductas más modernas y, desde luego, la progresiva intervención de la autoridad gubernativa, siempre restrictiva sobre todo con el horario, acabaron mediada la década de los cincuenta con una costumbre tan arraigada en la ciudad.