LA MISA DE DOCE

Iglesia de la Mayor. Puerta antigua. AHPSo 1602

Fachada principal de la iglesia de La Mayor con la puerta de entrada antigua (Archivo Histórico Provincial)

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Se dice que los sorianos siempre han sido de costumbres fijas. El tamaño de la capital y, desde luego, la propia composición de la sociedad qué duda cabe que han invitado a ello.

Así se puede entender por ejemplo lo rutinario del acontecer diario, que venía a marcar cuando no a condicionar la vida de la ciudad. El chateo tanto al mediodía como por la tarde; el “dar una vuelta al Collado”; las tertulias tras la cena en los barrios las noches de verano con la excusa de salir a «tomar el fresco»; la socorrida partida de dominó, tratándose de las cartas, de guiñote o julepe –los menos al mus-, los días de fiesta después de comer; «ir a ver los resultados» de fútbol las largas tardes de los domingos de invierno normalmente al bar Soria, que era el primero que los daba, en la plaza de Ramón y Cajal, junto al Regio, cuando no existían carruseles, tableros deportivos y mucho menos la televisión, eran algunas de las costumbres que cultivaban los sorianos.

Porque las mañanas de los domingos duraban lo que un suspiro. Entre que no se madrugaba, había que cumplir con el precepto dominical de ir a misa, y a la salida dar un muy breve paseo por El Collado y tomar el vermú, había llegado la hora de volver a casa para comer en familia, una costumbre que se cumplía a rajatabla. Para cuestiones tan banales vistas con la perspectiva de hoy, la gente se endomingaba, es decir, que se ponía el traje nuevo. Las mañanas de aquellos domingos, como es fácil deducir, estaban revestidas de una especial solemnidad.

En este contexto el eje central de la jornada festiva consistía en «ir a misa». Era frecuente escuchar entonces «quedamos para antes o después de misa»; «todavía no he ido a misa» y dichos semejantes.        Lo de la misa de los sábados o del domingo por la tarde, llegó más tarde. Entonces, no. Quien quería cumplir con el precepto de «ir a misa» tenía que hacerlo necesariamente la mañana del domingo. El abanico de posibilidades era amplio pues podía acudir desde las primeras horas de la mañana hasta bien superado el mediodía.

Se recuerda, particularmente, la misa de las once y media de la iglesia de El Salvador, antes de que le llegase la controvertida reforma del templo al final de los años sesenta, con las inolvidables homilías de don Simón, lo mismo que la de la una de los Franciscanos, y la de la una y media de los Carmelitas que marcaban el punto de referencia de la actividad del domingo en la ciudad.

Pero la misa de Soria por excelencia era la de doce. Tenía lugar en La Mayor y se decía todavía en latín con el oficiante dando la espalda a los feligreses. La celebración era una de las preferidas, si es que no la que más, de todas cuantas se oficiaban los días de precepto. Desde siempre gozó de un reputación especial que la hizo diferente no tanto por la celebración en sí como porque el paso del tiempo acabó tiñéndola con el aura de una mal entendida y privativa minoría de cierta consideración social a lo que acaso contribuyó y mucho, el verbo fácil de don Gaudencio, titular de la parroquia durante muchos años, con sus homilías desde el púlpito, cuando todavía se utilizaban de manera regular, del que por la vehemencia con que impregnaba sus mensajes y los ademanes en que apoyaba sus argumentos para que fueran más didácticos, en ocasiones daba  la impresión de correr el serio riesgo de terminar con su anatomía en el suelo de la nave central.

La salida de la misa de doce de La Mayor se esperaba con el mismo aire de curiosidad que pueda despertar hoy cualquier otro hecho de la vida cotidiana de la ciudad que aún por rutinario la gente se resiste a pasar de él, pues era, salvando las distancias, algo así como el desfile en la pasarela aunque obviamente en versión casera.