PANADEROS Y PANADERÍAS

El asno de un panadero en la fuente de la plaza de San Pedro (Archivo Histórico Provincial. Archivo Carrascosa.

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El acontecer diario de aquella pequeña y provinciana Soria de la posguerra que malamente llegaba a los quince mil censados estaba todo pautado no tanto por imperativo de la ley como por la propia dinámica de una sociedad anclada en el pasado que se movía por impulsos de la rutina heredada. Antaño la vida diaria estaba estructurada y giraba en torno al barrio cuando los servicios básicos se prestaban a domicilio como podía ser la venta de leche con la visita diaria del repartidor recorriendo su zona cuando no la de ambulantes cual era el caso de los estañadores, los afiladores y los traperos; el carro (luego camión) de la basura –expresión muy al uso en la época- también pasaba a diario. Lo mismo hacía el cartero, portal a portal, y, por supuesto, el panadero, que tenía su clientela fija.

No faltaban panaderos y hornos de pan. Otra cosa es hacer un inventario riguroso si no se tiene más referencia que la de la propia memoria (algún atento y curioso observador de la realidad soriana dice tener censados en la época alrededor de una docena). De todos modos en los años de la posguerra y del racionamiento, cuando había que distinguir entre el pan blanco y el pan negro, estaban establecidos y distribuían el pan en la ciudad, la Veterana -sobrenombre derivado de su condición de experta en la actividad-, Damiana Benito Marín, y Gabrial García Oñate, en la calle Mayor, frente al Colegio del Sagrado Corazón; los Comas, en la plaza de El Salvador, hoy almacén de los Vinos Lázaro, donde podía verse en plena calle el montón de leña de que se abastecían para el horno, que, al menos, hasta no hace mucho se conservaba; el señor Alejandro Larred, en la calle Real, junto al “mandarria”; los Buberos en san Pelegrín; Julio Esteban en el barrio del Puente; los Monedero en la calle Caballeros; en la zona del Calaverón, La Soriana y Luis Arancón; el Garrín al final de la calle del Teatro, en la acera de la derecha, frente a la Casa de la Tierra en su anterior ubicación; el Aldea, en una de las primeras manzanas construidas algo más arriba de la plaza de toros, y puede que algún otro que se haya quedado en el camino. Ya en tiempos bastante más modernos hay que hablar necesariamente de Pancasa y de las Panaderías Reunidas si bien con un concepto muy diferente del ejercicio de la actividad.

Pero, por encima de todo, queda todavía el recuerdo vivo del panadero con su asno y los serones de mimbre llenos de pan recorriendo a diario cada mañana las calles de la ciudad cuando no el de los propios horneros, como era el caso de los hermanos Comas (indistintamente Enrique, Jesús y Ángel)  sirviendo las piezas casa por casa en una canasta de mimbre sobre el hombro izquierdo. Había también puntos de venta fijos, pero eran los menos, como podían ser el de los Monedero en el Collado; el de la plaza de abastos en el portal contiguo a la tienda de ultramarinos de “La bola de nieve” o el del rincón de la plaza de Herradores, junto a la emblemática Droguería Patria, luego una tienda de modas y más tarde una óptica.

LA ESCUELA DE FORMACIÓN PROFESIONAL QUE MARCÓ UNA ÉPOCA

El Taller-Escuela de Formación Profesional Virgen del Espino en sus primeros años de andadura.

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El Taller-Escuela Sindical de Formación Profesional Virgen del Espino, ahora IES del mismo nombre –la Escuela de Formación Profesional como siempre se la conoció- es una de las instituciones educativas más arraigadas en la sociedad soriana.

A quienes asistieron a su nacimiento y la vieron crecer y desarrollarse no sólo no le son ajenos, sino que los valoran, los importantes servicios que la Escuela de Formación Profesional prestó en aquellos años difíciles de la posguerra. Pues, efectivamente, por una parte contribuyó a consolidar la creación de un nuevo y prometedor espacio urbano, en lo que entonces era arrabal de la ciudad, con la ordenación integral de la zona y la posterior construcción del bloque de viviendas de sindicatos –el grupo Solís-, que se sumaba a los construidos unos años antes por el ayuntamiento de la ciudad y el Movimiento, y de edificios públicos como los dos colegios menores, la Biblioteca Pública, el Polideportivo cubierto y la Escuela de Magisterio, además del lavadero de lanas, de vida efímera, por cierto, concentrados todos ellos en un área relativamente pequeña.

Sea como fuere, lo cierto es que al final de la década de los cuarenta se comenzó a hablar en Soria de la construcción de la Escuela de Formación Profesional en un solar ubicado frente a la parte alta de la Alameda de Cervantes (al final de la que más tarde sería, y es, la calle Diego Laínez) cedido por el ayuntamiento de la ciudad a la Delegación Nacional de Sindicatos, que fue la promotora de la iniciativa. La bendición y colocación de la primera piedra, un 18 de Julio (las obras habían comenzado un mes antes), se revistió de la correspondiente pompa siguiendo la costumbre de entonces, como ahora, más o menos. De modo que “después de los trámites protocolarios” hablaron el obispo Rubio Montiel aludiendo a “lo que es la vocación y la formación en orden al porvenir particular de cada uno y al beneficio de la comunidad”, mientras que el Delegado provincial de Sindicatos “dio lectura a un acertado discurso donde sin retóricas y con argumentos irrefutables expuso la labor que la organización sindical realiza cumpliendo los postulados del Movimiento y siguiendo las directrices del Caudillo y las normas de José Antonio”, según el periódico de referencia. Finalmente, el jefe provincial del Movimiento y Gobernador civil  recordó “el histórico significado del 18 de Julio [en el que] todos los sorianos nos unimos para defender Soria, como hoy estamos unidos para engrandecerla”, al tiempo que manifestó estar en condiciones de “asegurar que el problema del paro en nuestra provincia, con estas obras que hoy se inician queda definitivamente eliminado”.

Muy poco tiempo después, el Centro era una realidad. De tal manera que el 2 de noviembre de 1953 se inauguraba el Taller-Escuela Sindical de Formación Profesional Virgen del Espino, curiosamente, sin ninguna celebración especial, pasando por tanto desapercibida de no haber sido por la asistencia a clase de los primeros alumnos tras haber superado el complejo proceso selectivo que tuvieron superar los aspirantes además de haber acreditado previamente tener cursada la primera enseñanza y ser familiar de un productor sindicado. Alrededor de un millón doscientas mil pesetas (siete mil doscientos euros) fue el importe de la obra

Al día siguiente de la festividad de Todos los Santos del año 1952 comenzaron a impartirse a más de medio centenar de alumnos las enseñanzas del primero de los cuatro cursos del currículo, en las ramas del metal –torno, fresa y ajuste- y de la madera –carpintería-ebanistería-, cifra que casi se duplicó al curso siguiente. Al final de la primera década fuentes de la Escuela estimaban en más de ciento cincuenta el promedio de alumnos de cada promoción mientras que las solicitudes de ingreso habían duplicado el número de plazas anunciadas de acuerdo con la capacidad del centro.

EL «TALEGAZO» DEL OBISPO

Braulio Rodríguez, exobispo de la diócesis de Osma-Soria, con el Papa Francisco.

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El próximo domingo, día 2 de octubre, es San Saturio. Fiesta grande en la ciudad. Más antaño que ahora.

En todo caso, la devoción y el respeto a la figura de San Saturio es una de esas contadas referencias que identifican y convocan en una especie de Fuenteovejuna a los sorianos o al margen de sus creencias religiosas. La otra, es las fiestas de San Juan. En ambos casos hay unanimidad. Existen ejemplos de ello. Pero vamos a ocuparnos de las de San Saturio.

Si por algo se caracterizan las fiestas en honor del santo anacoreta, es precisamente por su contenido religioso, con la novena como eje central y, desde luego, con la misa solemne que tiene lugar cada dos de octubre, el día de San Saturio, en la siempre conocida como Colegiata o San Pedro a secas, aunque oficialmente se la denomine Concatedral a raíz de la reorganización de la Diócesis en los años cincuenta del siglo pasado.

A la celebración de San Saturio suelen asistir las «autoridades locales y provinciales» con los maceros de la Policía Local en uniforme de gala. Normalmente la preside bien el Abad del Cabildo o algún ilustre invitado entre los que no suele faltar el Obispo de turno acompañado de un número más o menos amplio de curas concelebrantes, que suele variar en función de las obligaciones que tienen. Las naves del templo suelen llenarse esa mañana incluso no falta quien acude con la suficiente antelación sin más objetivo que el de ocupar un asiento lo más cerca posible del altar mayor después de las filas reservadas para las representaciones y corporaciones invitadas. La parafernalia de la liturgia es de sobrada conocida porque se viene repitiendo cada año casi con milimétrica exactitud desde hace varias generaciones.

Era el día 2 de octubre de 1989, festividad de San Saturio. El templo, como cada año el día del Patrón, estaba a rebosar. Esta vez el oficiante era el Obispo de la Diócesis Braulio Rodríguez Plaza, luego arzobispo de Toledo, tras pasar por las sedes de Salamanca y Valladolid.

Todo estaba desarrollándose en el marco de la más estricta normalidad. Porque, en efecto, luego de la tradicional procesión por el atrio del templo con la que se inicia la celebración, dio comienzo la misa y llegó el momento de la homilía que pronunció el propio prelado sentado en la jamuga ubicada ad hoc delante del altar mayor. Concluida la plática se incorporó del asiento el orador y durante unos breves instantes todavía se mantuvo de pie de cara al público mientras el maestro de ceremonias, el canónigo Carmelo Jiménez Gonzalo, un hombre que conocía al dedillo el protocolo y sabía adornarlo e imprimirle el boato que requería cada momento, retiró la silla sin duda con el fin de agilizar el desarrollo de la liturgia y de que continuase la celebración de la misa sin más demora. Pero mira por dónde el obispo Braulio en lugar de hacerlo así pretendió sentarse de nuevo, con tan mala fortuna que al haber sido retirado ya el asiento cayó hacia atrás y terminó con su buena dosis de humanidad en el suelo, patas arriba -con perdón- como no podía ser de otra forma, en medio del estupor general. El talegazo –la leche, que diría un castizo- fue de aúpa, y el susto monumental. Los momentos inmediatos posteriores estuvieron presididos por un clima de nerviosismo y de confusión hasta que una vez superado el que no dejó de ser un curioso incidente sin más, se restableció la normalidad, continuando la celebración sin mayor contratiempo. La televisión local, la única cadena que existía entonces, estaba transmitiendo el oficio religioso y ofreció en directo las imágenes, que lógicamente pudieron verse sin restricción alguna. Aquel día yo estaba en la iglesia y fui testigo directo.

EXAMINARSE DE CONDUCIR

Antigua casilla de Camineros, reacondicionada como aula de exámenes de conducir, junto al circuito deportivo de Valonsadero (Mari Carmen Sánchez)

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Aunque, evidentemente, resulta difícil que pase desapercibida, muchos, sin embargo, puede que desconozcan la razón de ser de una edificación, en aparente buen estado de conservación, que lleva ya bastante tiempo cerrada y sin uso, que se sepa, en las proximidades del circuito deportivo de Valonsadero. Alguna pista puede dar la instalación aneja por la que, al margen de las posibilidades de ocio que ofrece hoy el entorno, han pasado, sobre todo, infinidad de aspirantes a conductores, pues no en balde fue durante muchos años el lugar elegido por la administración competente para llevar a cabo las pruebas para la obtención del permiso de conducir.

Pues bien, en el paraje conocido como Las Estiradas se ubicó, mediada la década de los sesenta, un complejo en el que el antiguo Ministerio de la Gobernación, por medio de la Jefatura Provincial de Tráfico, promovió la infraestructura necesaria en la que pudieran celebrarse los exámenes de conducir, tanto teóricos como prácticos, en las mejores condiciones de seguridad e idoneidad posibles. Las instalaciones comprendían la construcción de una pista y la adaptación del edificio contiguo, que ni de largo era de nueva planta sino que por el contrario se trataba de una antigua casilla de peones camineros –entonces al mismo borde de la carretera nacional N-234, la de Burgos- que al quedar desvinculada del uso que había tenido hubo que desafectar previamente, de manera que pudiera utilizarla Tráfico. Su tipología y un lienzo, en blanco, en la fachada este del inmueble, en el que constaban las distancias kilométricas a otras ciudades, continúan posibilitando su fácil identificación y la utilización que tuvo, después de cuarenta años.

Hasta su traslado a este enclave, los ejercicios orales para la obtención del carné de conducir se venían efectuando en un Aula de la Escuela de Magisterio (en las entonces flamantes instalaciones de la Ronda Eloy Sanz Villa) y los prácticos, en lugar adecuado de la vía pública autorizado por el Ayuntamiento” (en el Paseo de San Andrés, detrás del Polideportivo de la Juventud, y zonas aledañas, en los últimos tiempos). Un informe de la Delegación Provincial de Industria avalado por una estadística que aconsejaba el cambio de ubicación fue decisivo. La estadística aneja según la cual el número de permisos de conducir de todas clases concedidos en 1954 ascendió a 147, y que diez años después, en 1964, la cifra era de 1.215, fue el argumento clave para reivindicar la necesidad de “contar con un lugar en las afueras, provisto de rampas,  cruces de calles, local para estación de pruebas y reconocimientos, donde puedan llevarse a cabo no sólo las pruebas de aptitud, sino también de enseñanzas teóricas y prácticas de conducción”. Y lanzaba el mensaje final de que “esta idea que es ya proyecto en alguna Capital debe desarrollarla la iniciativa privada o ser impulsada por el Excmo. Ayuntamiento o Entidades de Ahorro, proporcionando los terrenos necesarios para ello a precios asequibles”. La respuesta no se hizo esperar. La localización de las pruebas prácticas, cuando las realizaba la Jefatura de Industria delante de las dependencias administrativas de la actual Comisaría de Policía, entonces el hotel Florida, y expedía el carné de conducir la de Obras Públicas, en la calle Diputación, donde está la sede central de la Caja Rural,  había pasado, desde hacía tiempo, a formar parte de la intrahistoria de la ciudad.

CONFITERÍAS QUE HICIERON HISTORIA

Confitería de la viuda de Epifanio Liso, a su lado «La bollera» .

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Si en la actualidad la céntrica calle del Collado y su entorno continúa siendo en buena parte la referencia comercial de la ciudad, antaño lo era todavía más cuando el núcleo urbano bien entrados ya en los años cincuenta iba malamente poco más allá de Correos y el Museo Numantino, y como mucho el final del paseo del Espolón.

Hablar del Collado es, por tanto, hacerlo de infinidad de efemérides, recuerdos, anécdotas, hechos y circunstancias acaecidos en el día a día de la ciudad.

Pues bien, aquel abigarrado y variopinto además de colorista Collado que en las horas punta del día presentaba infinidad de matices y posibilidades, ofrecía perfiles para los gustos más diversos. Uno, como se ha dicho, el de la faceta comercial y en particular el de un sector muy acreditado tradicionalmente como el de las confiterías, todas ellas instaladas a lo largo de la arteria principal de la ciudad sin rebasar ni con mucho la plaza de San Esteban viniendo en dirección a la Dehesa desde la Plaza Mayor. Vamos, que todas estaban concentradas en un pequeño tramo que merece la pena traer a colación aunque solo sea para refrescar la memoria de un tiempo pasado y el conocimiento de las generaciones modernas.

De manera, que comenzando por la zona más próxima a la entonces plaza del Generalísimo, nos encontraríamos en el número 10 de la calle General Mola, a la derecha, con la confitería de Pablo Herrero, “especialidad en mantequillas y mantecadas” se promocionaba en la época; algo más arriba, pero en la acera de la izquierda, junto al mítico cine Ideal, en el entorno que los sorianos maduros siguen conociendo como el ensanche, estaba La Azucena, “Sucesor de Silvino Paniagua” pudo leerse durante años en la parte superior de la fachada que daba a los portales del Collado. En ese mismo lado, en el número 29 (anteriormente el 17), la confitería La Delicia, de la Viuda de Epifanio Liso, que fue distinguida con el Gran Diploma de Honor en la Exposición Hispano Francesa de Zaragoza de 1908 “por su exquisita elaboración de mantequillas y mantecadas” y asimismo premiada en Bruselas en 1910 y en Madrid en 1913. También muy cerca, en el 41 del Collado, La Exquisita, “conocida por la esmerada elaboración de tortas y bollos”, cuyo titular Manuel Hernández García ofrecía un “gran surtido en postres, dulces y yemas, riquísimas garrapiñadas [y] los mejores panes de leche” además de su “especialidad en mantequillas y mantecadas”. Y, en fin, contigua a la hoy óptica Monreal, la confitería de Eugenio Mateo en cuyo obrador de la calle del Instituto este reconocido maestro artesano elaboraba junto a los afamados productos clásicos, que no eran sino la mantequilla y las mantecadas, otros no menos acreditados como las sabrosas lenguas de obispo, los célebres quesitos de coco y las igualmente solicitadas tartas de almendra, del mismo modo que los caramelos que comercializó con nombre tan querido por los sorianos como lo es el de San  Saturio.

Pues bien, junto a las confiterías tradicionales había otra no menos clásica, aunque frecuentada por un público diferente, generalmente los chicos, conocida popularmente como La Bollera, también en el Collado, entre la de la Viuda de Epifanio Liso y el Casino.

Esta pudiera decirse red de establecimientos se vio ampliada a mediados de los años cincuenta con la inauguración en el año 1954 de las Mantequerías Ruiz en la calle Ferial y tres años después, en 1957, las Mantequerías York en su actual ubicación de la Plaza de Mariano Granados, bien es cierto que respondiendo a un concepto bastante más amplio del que se había venido considerando como la pastelería tradicional, además de algunas otras de corta vida comercial que no llegaron a dejar poso.

SÍMBOLOS DE UNA ÉPOCA

El busto del general Juan Yagüe pocos días antes de retirarlo de su ubicación en la Barriada (Mari Carmen Sánchez)

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Hace ya algún tiempo, en una especie de arrebato, es decir, de la noche a la mañana, después de un montón de años sin que nadie hubiera dicho media palabra, o cuando menos sin mayor repercusión mediática, y eso que siempre estuvo bien a la vista, el ayuntamiento retiraba el busto del general Juan Yagüe ubicado en el jardín existente en la llamada plaza del Marqués de San Leonardo -título que le concedió el General Franco a título póstumo-, frente a la iglesia de la Barriada, por cierto, desde hace algún tiempo, esta última, la Barriada, sin el apellido de Yagüe, su artífice e impulsor, que fue el que promovió la actuación en los años cuarenta y supuso una revolución urbanística en la Soria de entonces. Se cumplía así, siguiendo la argumentación del primer edil, con lo establecido por la Ley de la Memoria Histórica.

Llevar a cabo, después de tantos años, un inventario de las actuaciones encaminadas a suprimir los vestigios del régimen político anterior no es tarea fácil sobre todo si se pretende llevarlo a cabo con rigurosidad, pues si algunas intervenciones han tenido suficiente notoriedad otras, por el contrario, pasaron desapercibidas para el gran público, hasta el punto de que en bastantes casos resultan incluso desconocidas salvo para quienes estaban al tanto de lo que se cocía, como pudo ocurrir, por ejemplo, con la lápida adosada a una de las paredes del portal del Instituto –el actual Antonio Machado- en la que figuraban, con nombre y apellidos, los ex alumnos del centro muertos durante la Guerra Civil, que según todos los indicios fue desmontada en fechas inmediatas posteriores a la muerte de Franco. No mucho después, en el mes de septiembre de 1991, fue retirada la que desde mediados los años cuarenta estuvo colocada en la fachada principal de la Concatedral (la historia es curiosa).

Sea como fuere, la realidad es que en muy corto espacio de tiempo la calle del General Mola –su denominación oficial a veces inducía a error- pasó a ser de nuevo el Collado; otro tanto sucedió con la plaza del Generalísimo, que recuperó el de Plaza Mayor. La misma suerte corrió, aunque en la práctica el cambio pasó inadvertido, el Paseo del General Yagüe, en realidad el primer tramo, el comprendido entre Marqués del Vadillo y el final del Museo Numantino, porque el siguiente era la calle Burgo de Osma hasta su confluencia con la avenida de Valladolid (ambos conforman, en la actualidad, el Paseo del Espolón). Todavía menor trascendencia tuvo la sustitución del nombre de la calle Almirante Carrero Blanco, en las inmediaciones de la Residencia Sanitaria de la Seguridad Social, por el originario de Paseo de Santa Bárbara, al final de la década de los ochenta. Aún con todo, pasado el furor inicial transcurrió bastante tiempo para que en una especie de oleada se produjeran nuevas actuaciones más o menos espaciadas que iban a afectar a lo estético de la ciudad pues suponían, ni más ni menos, que el desmontaje en el verano del año 1999 del monumento al General Yagüe, en la céntrica plaza de Mariano Granados, con el tripartito PSOE-ASI-IU recién instalado en el Consistorio, y exactamente cuatro años después, en noviembre de 2003, tras volver el PP al gobierno municipal, el erigido los Caídos, en el alto de la Dehesa, por más que hiciera ya tiempo que en virtud de un acuerdo plenario se hubiera decidido que la construcción fuera en memoria de todos los muertos en la Guerra y no sólo de los de un bando como había venido sucediendo hasta entonces. Y, sin pretender agotar el listado, los casos más recientes, ya con la citada Ley de la Memoria Histórica en vigor, o quizá anticipándose a su aprobación, se dio el nombre de Avenida de los Duques de Soria a la que inicialmente y durante años fue de la Victoria; la Plaza de José Antonio –así llamada desde su nacimiento- pasó a ser de Odón Alonso, y la calle Alférez Provisional, de Bienvenido Calvo, en este último caso tras una agria controversia que estuvo en los medios aunque sin la aspereza con que se desarrolló entre bambalinas. Claro que habrá nombres y símbolos que por mucho empeño que se ponga para quitarlos de la circulación será únicamente el paso del tiempo el que acabe con ellos. Es el caso del grupo de viviendas (el de las fachadas pintadas de blanco) próximo al polideportivo San Andrés que sigue siendo conocido como las Casas de Falange, del mismo modo que la Residencia Juvenil Antonio Machado no ha podido despojarse del de Casa de la Sección Femenina, su verdadero nombre de pila.

Aquí nos quedamos, aunque el asunto, qué duda cabe, da para bastante más.

CAPILLAS Y MOSAICOS EN LA VÍA PÚBLICA

Capilla con la imagen de la Piedad en los soportales del Collado (Alberto Arribas)

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Por lo general, suelen pasar desapercibidos, y eso que llevan toda la vida (es un decir) colocados en los mismos edificios, todos ellos suficientemente conocidos en la ciudad. Nos estamos refiriendo a un pequeño conjunto de templetes, mosaicos y bajorrelieves con motivos religiosos que los promotores de las edificaciones decidieron colocar en su momento en lugares estratégicos y bien visibles de los inmuebles respectivos, casi siempre en la fachada principal, por más que su ubicación quede reducida a lo testimonial y de suyo más que ignorada pase desapercibida para un sector significativo de los ciudadanos.

Es verdad que esta práctica no abunda, pero quizá por ello merezca la pena efectuar un ligero recorrido por los más conocidos que son, sin ningún género de dudas, los que pasan menos inadvertidos, es decir, en los que en el transcurso del tiempo más nos hemos fijado o nos han llamado la atención.

La actuación más reciente que se recuerda, entre las últimas llevadas a cabo, se ha producido en la remodelada casa número 5 de la avenida de Mariano Vicén, una rara muestra de arquitectura doméstica soriana, según el Plan General de Ordenación Urbana, con el  característico templete de San Saturio situado a la altura del primer piso del inmueble. Otro símbolo, doble, por cierto, nos lleva al edificio ubicado al final del paseo del Espolón conocido coloquialmente por el apodo de su promotor –que no viene al caso- y construido al comienzo de los años cincuenta del siglo pasado, en el que están colocados en lo más alto un mosaico del patrón de la ciudad, San Saturio, y otro de la Virgen de la Soledad, cabe suponer –hasta donde uno sabe- que por la devoción que les profesaba el artífice del quizá bloque más importante de la ciudad en aquel momento. Mosaicos también –en realidad, se trata de tres pequeños azulejos- pueden verse, uno, en la calle Clemente Sáenz, en la parte superior de la puerta de entrada a la casa número 9, con la figura de San Saturio. Para dar con otro no queda más remedio que salir del casco urbano de la ciudad y pasear por la margen izquierda del Duero, en dirección al Perejinal; en una de las contadas edificaciones que existen en el entorno se encuentra una representación de San Isidro Labrador. Y el tercero, en la ermita de San Saturio, en el pórtico de la escalera exterior, con el santo anacoreta como no podía ser de otra forma.

En este breve, y a salto de mata, recorrido hay que dejar constancia de un motivo religioso más en la calle como es el medallón dedicado al Sagrado Corazón colocado en la casa de Juan Díaz, construida en 1925, en la entonces avenida de Ruiz Zorrilla (en la actualidad de Navarra), exactamente en el chaflán que hace esquina con la plaza de los Jurados de Cuadrilla. Pero uno de los rincones más entrañables, más soriano, y, por ello, acaso el más representativo además de contemplado aun sin proponérselo expresamente, es la pequeña capilla situada al final de los soportales de El Collado, en el lado izquierdo, bajando hacia la Plaza Mayor, junto a la desaparecida, por más que típica, papelería y librería Jodra, con la imagen de la Piedad desmontada en sucesivas ocasiones para llevar a cabo tareas de limpieza y reparación tanto del lienzo como de la hornacina y garantizar su estado de conservación. Porque había otra pequeña capilla en la fachada de un inmueble de la calle Mayor, hace años demolido, que se perdió con el derribo del edificio.

PARAJES Y LUGARES DE LA SORIA DE ANTAÑO Y DE AHORA (y VII)

El molino, «el molinete», una construcción emblemática del río Duero a su paso por la ciudad (Joaquín Alcalde)

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El río Duero es una de las señas de identidad de la ciudad. Y si bien es cierto que durante décadas los sorianos no lo disfrutaron como lo habían hecho tradicionalmente las generaciones precedentes, las obras en las márgenes y, en general, la recuperación del entorno con la dotación de nuevos servicios, han posibilitado que en la actualidad sea una de las zonas más concurridas y por lo tanto frecuentada en cualquier época del año.

De tal manera que topónimos que parecían olvidados, si es que no desconocidos para los sorianos, han vuelto a tomar notoriedad porque no en balde son parajes lo suficientemente atractivos como para frecuentarlos y disfrutarlos ante la menor oportunidad que se presenta.

Solo hace falta un pequeño ejercicio de memoria para que uno traiga al recuerdo el Soto Playa; el lavadero de lanas, en el paseo de San Prudencio, rehabilitado hade algunos años y sin uso que se le conozca, que no conviene confundir con el que en los años cincuenta se construyó y, no sin polémica, llegó a entrar en funcionamiento en la calle Francisco de Ágreda, junto a la antigua Escuela de Magisterio; el molinete –antiguo molino-, junto al puente de piedra, a la derecha, saliendo de la ciudad, cuyo deteriorado edificio todavía está en pie; y tomando como referencia el el recién citado puente de piedra, aguas arriba, el incomparable Pereginal, los tres escalonas, el Peñón, la playita, y todavía más arriba, antes de llegar al puente de la Variante, Peña Grajera, un paraje al que no hace tantos años el acceso no aera precisamente fácil, de ahí que acudieran a él quienes para darse el obligado baño diario disfrutaran con la práctica del nudismo, y todavía más arriba Peñamala, un sitio de muy difícil acceso, menos frecuentado incluso que el que acaba de indicarse.

Pues bien, de todas ellos podía escribirse un muy amplio tratado porque este tramo, hasta poco prácticamente desconocido, da para bastante más que para estas mal hilvanadas líneas que vienen a completar el apresurado recorrido que hemos venido haciendo estas últimas semanas en torno a lo que hemos dado en llamar “Parajes y lugares de la Soria de antaño y de ahora”, sobre los que merecería la pena profundizar, porque material hay más que suficiente a poco interés que se tenga por abordar el propósito de semejante tarea.

EL COLLADO, CERRADO AL TRÁFICO

El Collado, en una imagen de los años cincuenta (Archivo Histórico Provincial)

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La recuperación de la calle para los ciudadanos (ahora también para las terrazas de los bares) ha sido una constante y un logro de los ayuntamientos democráticos, que son los que la han impulsado y propiciado, promoviendo actuaciones de este tipo u otras de índole semejante.

En cualquier caso, la peatonalización no es un concepto moderno, incluso en Soria, donde hace la friolera de 60 años bien cumplidos el ayuntamiento de la época, siendo Alcalde Alberto Heras Hercilla, llevó a cabo un importante y progresista proyecto que contemplaba no tanto la remodelación física de los espacios céntricos de la ciudad –lo que con más o menos acierto se está haciendo ahora- como la ordenación del tráfico, que supuso una auténtica revolución. En cualquier caso, qué duda cabe que se estaba ante la primera peatonalización. Porque, en efecto, el establecimiento de unas nuevas normas de circulación, que modificaron de arriba abajo el sistema que venía funcionando hasta ese momento, trajo consigo además la instalación y puesta en funcionamiento de los primeros semáforos, un sistema novedoso, al menos aquí en Soria, para regular la circulación de vehículos, que no dejó de suscitar controversia acostumbrados como estaban los conductores y peatones a la figura del guardia de circulación que había llegado a formar, para qué negarlo, parte integrante del mobiliario urbano. De tal manera que desde el Consistorio abundaron reiteradas peticiones públicas de “colaboración por parte de todos” y no se escatimaron esfuerzos, incluido el desplazamiento desde Madrid de un célebre y recordado agente urbano de tráfico para adiestrar teórica y prácticamente a sus compañeros de Soria.

Fue el día 1 de octubre de 1960 cuando comenzó a aplicarse la avanzada y exhaustiva norma y, por tanto, la circulación de vehículos por el interior de la ciudad de manera muy diferente. En este sentido, establecía la velocidad máxima de 30 kilómetros por hora en la totalidad del caso urbano; señalaba las nuevas zonas de aparcamiento de turismos, camiones y motocicletas, en torno al eje del Collado y aledaños; fijaba las paradas de taxis en las plazas de Herradores (Ramón Benito Aceña), Ramón y Cajal, San Blas y el Rosel y Generalísimo Franco (plaza Mayor), limitando a 15 minutos el estacionamiento en la calle del General Mola, y prohibía asimismo el estacionamiento en las calles de San Agustín (zona del puente), Ferial, Campo, Santa María y Aguirre, y en el paseo del Espolón, entonces parcialmente del General Yagüe y calle Burgo de Osma. Sin embargo, entre las muchas novedades del proyecto puede que la principal, o si se quiere de mayor impacto, residiera en las calles que pasaban a ser de una sola dirección  y, entre ellas, naturalmente, el propio Collado (todavía oficialmente del General Mola), en el sentido Marqués del Vadillo a la Plaza Mayor, por cuyo tramo estaba prohibido circular diariamente entre las ocho de la tarde y las once de la noche, y los domingos y festivos de once y media de la mañana a tres de la tarde y de seis a once de la noche; aunque en el caso de los camiones y ómnibus (sic) la restricción era notablemente mayor: de once y media de la mañana a once de la noche todos los días de la semana.

LA MISA DE LOS PANECILLOS EN EL MONASTERIO DE SANTA CLARA

Iglesia de Santo Domingo (Joaquín Alcalde)

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Como cada 11 de agosto, este jueves -hoy- ha tenido lugar en la iglesia de Santo Domingo una de las celebraciones religiosas más entrañables, además de típicamente soriana, de cuantas se desarrollan a lo largo del año en la ciudad. Una celebración que trasciende lo religioso para adentrarse en el campo de la cultura local y su etnología. 

Se trata de una convocatoria, por otra parte, desconocida para una parte de suyo significativa de sorianos que, junto a los ocasionales visitantes saturaban a esa hora las calles céntricas y las terrazas la mañana de este jueves –día de mercado- de agosto. La realidad es que las naves del templo han vuelto a llenarse y las sillas supletorias que se suelen ofrecer para la ocasión han resultado insuficientes.

Es reconfortante y al mismo tiempo un placer asistir a la liturgia que se sigue con expectación y profundo respeto y no menos interés por la singularidad que ofrece.

La cita ha sido, como siempre, a las doce, y como en alguna otra ocasión, y por motivos bien diferentes, la celebración ha revestido una especial relevancia pues ha estado presidida por el arzobispo emérito de Zaragoza, el agredeño y soriano Vicente Jiménez Zamora, ex obispo de la diócesis de Osma-Soria y ex presidente del Cabildo de la Concatedral, pero sobre todo una persona muy querida aquí.

Este 11 de agosto –hasta la reforma del calendario litúrgico era el 12- se ha vuelto a oficiar una misa solmene, cantada por el coro de la Comunidad de las Clarisas.

Al final, con una reliquia de la santa colocada en la mesa del altar, se ha dado lectura y cantado el Tránsito de Santa Clara, en medio del fervor generalizado.

Luego, una de las monjas he recordado el milagro de los panecillos, que tras ser bendecidos se han entregado a los asistentes a la celebración religiosa.