El asno de un panadero en la fuente de la plaza de San Pedro (Archivo Histórico Provincial. Archivo Carrascosa.
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El acontecer diario de aquella pequeña y provinciana Soria de la posguerra que malamente llegaba a los quince mil censados estaba todo pautado no tanto por imperativo de la ley como por la propia dinámica de una sociedad anclada en el pasado que se movía por impulsos de la rutina heredada. Antaño la vida diaria estaba estructurada y giraba en torno al barrio cuando los servicios básicos se prestaban a domicilio como podía ser la venta de leche con la visita diaria del repartidor recorriendo su zona cuando no la de ambulantes cual era el caso de los estañadores, los afiladores y los traperos; el carro (luego camión) de la basura –expresión muy al uso en la época- también pasaba a diario. Lo mismo hacía el cartero, portal a portal, y, por supuesto, el panadero, que tenía su clientela fija.
No faltaban panaderos y hornos de pan. Otra cosa es hacer un inventario riguroso si no se tiene más referencia que la de la propia memoria (algún atento y curioso observador de la realidad soriana dice tener censados en la época alrededor de una docena). De todos modos en los años de la posguerra y del racionamiento, cuando había que distinguir entre el pan blanco y el pan negro, estaban establecidos y distribuían el pan en la ciudad, la Veterana -sobrenombre derivado de su condición de experta en la actividad-, Damiana Benito Marín, y Gabrial García Oñate, en la calle Mayor, frente al Colegio del Sagrado Corazón; los Comas, en la plaza de El Salvador, hoy almacén de los Vinos Lázaro, donde podía verse en plena calle el montón de leña de que se abastecían para el horno, que, al menos, hasta no hace mucho se conservaba; el señor Alejandro Larred, en la calle Real, junto al “mandarria”; los Buberos en san Pelegrín; Julio Esteban en el barrio del Puente; los Monedero en la calle Caballeros; en la zona del Calaverón, La Soriana y Luis Arancón; el Garrín al final de la calle del Teatro, en la acera de la derecha, frente a la Casa de la Tierra en su anterior ubicación; el Aldea, en una de las primeras manzanas construidas algo más arriba de la plaza de toros, y puede que algún otro que se haya quedado en el camino. Ya en tiempos bastante más modernos hay que hablar necesariamente de Pancasa y de las Panaderías Reunidas si bien con un concepto muy diferente del ejercicio de la actividad.
Pero, por encima de todo, queda todavía el recuerdo vivo del panadero con su asno y los serones de mimbre llenos de pan recorriendo a diario cada mañana las calles de la ciudad cuando no el de los propios horneros, como era el caso de los hermanos Comas (indistintamente Enrique, Jesús y Ángel) sirviendo las piezas casa por casa en una canasta de mimbre sobre el hombro izquierdo. Había también puntos de venta fijos, pero eran los menos, como podían ser el de los Monedero en el Collado; el de la plaza de abastos en el portal contiguo a la tienda de ultramarinos de “La bola de nieve” o el del rincón de la plaza de Herradores, junto a la emblemática Droguería Patria, luego una tienda de modas y más tarde una óptica.