BENGALAS EN «LA COMPRA» Y EL «LUNES DE BAILAS»

Mozos sanjuaneros al regreso de La Saca de 1955 (Archivo Histórico Provincial)

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En tiempos, las bengalas eran un elemento más de la fiesta. Las portaban con evidentes signos de alborozo y alegría los mozos sanjuaneros y, en general, las gentes que habían participado de la fiesta al regreso de Valonsadero a la ciudad la noche de la Compra y de la pradera de San Polo el Lunes de Bailas. Eran las dos únicas ocasiones. La costumbre se renovaba cada año de forma mecánica al margen de la raíz histórica que pudiera existir, si es que ciertamente la tenía.

Se trataba de unas antorchas confeccionadas con material pirotécnico que una vez encendidas desprendían llamas de colores. Había que andar con cuidado con ellas para que durante la incandescencia no produjeran en el mejor de los casos quemaduras si es que no algún otro accidente de peores consecuencias.

Era la Policía Municipal, es decir, el propio ayuntamiento, la que se encargaba de facilitarlas gratuitamente. El día La Compra en el Espolón, en el momento de comenzar el desfile de la caravana oficial por El Collado, y el Lunes de Bailas en la plaza Mayor al tiempo de iniciar la marcha hacia la plaza de Mariano Granados, popularmente del chupete.

Se distribuían sin más restricciones que las lógicas a menores y aportaban vistosidad y realce al momento. Así estuvo ocurriendo durante muchos años hasta que con el paso del tiempo pasaron a engrosar la larga lista de tradiciones y costumbres perdidas. El progresivo decaimiento del desplazamiento organizado a Valonsadero y mucho más acelerado, por razones obvias, el del Lunes de Bailas, que siempre tuvo un carácter más informal, pero fundamentalmente la seguridad de las personas en actos tan masificados, acabó con las bengalas.

El paso del tiempo tampoco es que haya dejado un especial poso de añoranza o de sentimiento; es más, no se recuerda haber escuchado voces de protesta por la supresión. Hoy es algo olvidado por los más viejos y desconocido por los jóvenes. Y tampoco ha habido nadie que apelando al purismo haya hecho reivindicación alguna de la práctica desaparecida.

(De mi libro de “La Saca a las Bailas. Ni usos ni costumbres”)

EL LAVALENGUAS

Los toros que se que se trajeron en La Saca de 2017 en Cañada Honda (Joaquín Alcalde)

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Este sábado –6 de junio de 2020- no se celebrará el Lavalenguas.  Será la primera vez que ocurra desde que se inventó –nunca mejor dicho- el hoy masificado festejo.

Ha contado algún conocedor –según él- de los sanjuanes, sin base documental alguna en la que apoyarse, que la primera cita del ahora concurridísimo festejo tuvo lugar en el año 1944. Pero no precisó la fecha ni el día de la semana. Asistieron únicamente el concejal de Festejos y los jurados. Tampoco se sabe si fue por esta circunstancia pero, a la luz de los hechos, resulta cuando menos particularmente curiosa la coincidencia de aquel mismo año se acometieran obras de reforma en Cañada Honda. En este caso la información del diario local Duero de aquel mes de junio no deja lugar a dudas, pues en el mismo número que anunciaba la inminente llegada a la pradera del monte Valonsadero de las reses a lidiar el Viernes de Toros, señalaba de manera tan escueta como taxativa que «con el fin de que puedan ser admirados los toros con mayor comodidad, en este bello paraje, por el público, se ha construido un nuevo corral, también se ha hecho un embarcadero». No precisaba más.

La realidad es que el festejo de La Compra se estaba masificando. Y más aún, ante la amenaza creciente de írsele de las manos los responsables políticos sentían una especial preocupación. De modo que el Lavalenguas vino a ser la tabla de salvación porque a partir de entonces «la designación de los toros» a las cuadrillas pasó a ser un acto privado -rayando lo clandestino-, y sin publicidad, que se celebraba entre semana, nunca al final. Acudían únicamente la Comisión de Festejos del Ayuntamiento y los Jurados -se dice bien-, no así las Juradas ni, por supuesto, cualquier otro cargo de la Cuadrilla.

En el ecuador de los cincuenta ante la imposibilidad de mantener la privacidad acerca de lo que era un secreto a voces, comenzó a conocerse públicamente la nueva celebración, bien es cierto que “a toro pasado” –nunca mejor- y sin apenas eco. La masificación vino a continuación, derivando en lo que hoy conocemos.

 

LOS GUARDIAS DE CIRCULACIÓN

Un guardia de circulación en su puesto de la entrada de la Dehesa, el primer emplazamiento que tuvieron los agentes (Archivo Histórico Provincial)

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Al comienzo de los años sesenta del pasado siglo XX se instalaron en Soria los primeros semáforos. Hasta entonces la regulación del tráfico urbano corría a cargo de una sección especial de la policía municipal. Rememoraba el costumbrista Paco Terrel  que fue Aquilino Hernández, en el año 1938, el primer agente que salió a la vía pública a prestar servicio para ordenar la circulación en el centro de la ciudad. Fue concretamente en el cruce de la calle Ferial con las de Marqués del Vadillo y Alfonso VIII, o sea en la puerta de la Dehesa, el punto, sin duda, más conflictivo en aquel momento.

Pero cuando la ciudad, aunque tímidamente, comenzó a ensancharse, la plaza de Mariano Granados continuó siendo el punto de convergencia del tráfico que afluía al centro, con la particularidad de que no había ningún tipo de restricción a la circulación de vehículos. O lo que es lo mismo, el Collado hasta la plaza Mayor, por un lado, y hacia la carretera de Logroño, por delante del palacio de los Condes de Gómara, estaba abierto al tráfico y hasta en algún tramo incluso permitido aparcar. En el paseo del Espolón, otra de las arterias principales y de uso casi obligado, la circulación era de doble sentido, como, en general, en la totalidad de las calles del corazón de la capital. Así podrá entenderse mejor que cuando el tráfico de vehículos fue incrementándose, no sólo fuera el de la entrada a la Dehesa el único puesto en el que de manera regular se plantaba un agente a pie de calle para ordenar la circulación, sin ninguna protección, por más que con el paso del tiempo, y únicamente durante el verano, se le dotara de una pequeña sombrilla en la que se cobijaba para protegerse del sol. Porque, en efecto, otro se situaba otro en la actual plaza de los Jurados de Cuadrilla, en la imaginaria glorieta que se configuraba en la avenida de Navarra delante de la desaparecida Oficina de Turismo y  el desocupado edificio de la Caja de Ahorros. Y un tercero, en el ensanche del Collado, en la bautizada por la inagotable cantera del ingenio soriano como plaza de la tarta, antes naturalmente de la remodelación a que fue sometida hace ya algunas décadas y desapareciera la farola que había en el centro junto a la que, por cierto, se situaba el policía. Sin embargo, cuando circunstancias puntuales lo exigían, se habilitaba un puesto más al final del paseo del Espolón en su confluencia con la avenida de Valladolid y las calle se San Benito y Mosquera de Barnuevo, otro punto en verdad conflictivo. La aparición de los semáforos fueron un novedoso sistema de regulación del tráfico urbano en detrimento de los guardias de circulación hasta extinguirse su figura.

LAS FIESTAS DE SAN JUAN Y SUS VISITANTES (y II)

El escritor Camilo José Cela, cuarto por la izquierda, con los  Jurados de Cuadrilla de 1967, en un acto en el Ayuntamiento (Foto Vives. Archivo Histórico Provincial)

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Al año siguiente, esto es 1965, los Jurados de Cuadrilla invitaron al escritor Camilo José Cela que asistió al entonces denominado homenaje a las Juradas de Cuadrilla, en el que pronunció unas palabras, y más tarde a la lectura del Pregón del que fue autor el abogado Pablo Luis Velilla.

Fue el propio Velilla el que dejó su opinión en una entrevista publicada en uno de los periódicos locales acerca de la invitación al académico al considerar que Soria no necesitaba la presencia de famosos para dar publicidad a los sanjuanes, argumentando además que los gastos derivados de la estancia del escritor corrían de cuenta de cuenta de los sorianos. Cela no tardó en responderle de manera contundente, ridiculizando a Velilla, y este, en su contestación, aclaró la tergiversación de la contestación a la pregunta que se le había formulado –no le preguntaron en concreto por Cela, aseguró- al hacerle la repetida entrevista al tiempo que amenazó al escritor y académico con llevarlo a los Tribunales por injurias. El incidente, en cualquier caso, no pasó de ahí. A la mañana siguiente el escritor gallego acudió a Valonsadero al festejo de La Saca.

Este mismo año 1965 también estuvo en Soria, y en las Fiestas, la pintora francesa Nadia Werba, invitada especial al recordado Salón del Toro que se iba a inaugurar a finales de aquel verano. Por aquel entonces la polifacética artista dedicada a la pintura, escultura, cine y literatura vivía en Madrid donde se unió a un grupo de expresionistas españoles.

Camilo José Cela volvió a Soria el 29 de junio de 1966 para oficiar de pregonero de las Fiestas, y repitió visita –tercera consecutiva- en 1967. Quedó constancia gráfica de su presencia, entre otros festejos, en la corrida de toros del Domingo de Calderas, a la que asistió desde uno de los burladeros del callejón. Santiago Martín El Viti, José Manuel Inchausti Titín y Francisco Rivera Paquirri –que brindó uno de sus toros al escritor- compusieron la terna de matadores la tarde en la que prueba de la expectación despertada se colocó en las taquillas el cartel de “no hay billetes”.

Este más que breve recorrido por algunos destacados visitantes se cierra con la del expresidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez para asistir a la corrida del Sábado Agés (27 de junio) de 1987 en la que actuaron los diestros Luis Francisco Esplá, Víctor Mendes y Vicente Ruiz “El Soro”.

Y en fin, con la visita ese mismo año del poeta Rafael Alberti que pasó en Soria la jornada del Domingo de Calderas (28 de junio) y aprovechó el día para visitar el yacimiento arqueológico de Numancia, varios monumentos de la ciudad, la tumba de Leonor en el cementerio y saludar al Gobernador Civil, Ángel Monfort Escorihuela, con el compartió un rato de charla en el Parador de Turismo.

EL PUENTE DE HIERRO DE LA RUMBA

Un tren circulando por el puente de hierro de La Rumba en una imagen de 1900-1910 (Colección de Tomás Pérez Frías)

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La imagen del puente de hierro que cruzaba el río Golmayo en la zona de La Rumba, desde el final del barrio de Los Pajaritos hasta el clausurado vertedero de basuras en las inmediaciones de la finca de Maltoso, resulta hoy completamente desconocida para una gran mayoría. Se encontraba ligeramente a la izquierda de la moderna calle de Antonio Segura Zubizarreta, esa que no tiene salida por el lado más próximo al Campus Universitario al toparse con el terraplén del vial que conduce a este y al solemnemente llamado Centro para la Calidad de los Alimentos.

Pues bien, el único vestigio que queda de aquella infraestructura construida a finales del siglo XIX para dar servicio al ferrocarril Torralba-Soria son los anclajes, perfectamente visibles todavía, en cada uno de los extremos, y algún que otro sillar.

Construido y montado en 1890, el puente de hierro de La Rumba, sin servicio desde que comenzó a prestarlo en los años 30 del siglo pasado el que en Soria conocemos como viaducto sobre el río Golmayo, no fue desmontado hasta finales de los 40. La estructura, por cierto, permaneció depositada, si es que no abandonada, en una parcela junto a la desaparecida tejera, al final de la avenida de Valladolid, poco antes de llegar a la glorieta del Caballo Blanco.

El desaparecido puente de hierro de La Rumba tenía 150 metros de longitud y 37 de altura en la pila más alta. Y a través de él circulaban los trenes que salían y entraban a la desaparecida estación Soria-San Francisco, la Estación Vieja para los sorianos.

Sea como fuere, el caso es que a falta de tráfico y de no tener que soportar, por tanto, el paso de los trenes, pues el ferrocarril tenía ya otro trazado por la trinchera paralela a la actual calle Almazán que comunicaba las dos estaciones ferroviarias, aquel puente de hierro estuvo prestando, hasta su retirada, otro tipo de servicio que los sorianos de la época bien recuerdan (recordamos). Porque, en efecto, cuando la cultura del ocio dominguero del verano no pasaba precisamente por acudir a la Playa Pita, que todavía no se conocía, o al más próximo monte Valonsadero, y tampoco se estaba por la labor de pasar el día en el Soto Playa, el Perejinal o en cualquier otro paraje sin alejarse demasiado del río, que era lo más socorrido, la alternativa pasaba por salir de la ciudad y desplazarse hasta Maltoso, en todo caso relativamente cerca, o a la Sequilla, algo más alejada, si bien un lugar idóneo, donde los hubiera, para el excursionismo festivo.

El caso es que cualquiera que fuera la opción elegida, lo más cómodo, sencillo y práctico pero, ante todo seguro, era efectuar el desplazamiento andando y cruzar el puente de hierro. Para llegar a él no había más que seguir la vía del tren, sin más circulación que la de la factoría de Explotaciones Forestales. O sea, que desde el comienzo de la calle Almazán –donde se encontraba el paso a nivel- había que continuar por la de José Tudela y atravesar el barrio de Los Pajaritos hasta el final, entonces en el arrabal y una de zona degradada.

LAS FIESTAS DE SAN JUAN Y SUS VISITANTES (I)

El Ayuntamiento con autoridades e invitados en el monte Valonsadero en una imagen de mediados los años cuarenta, antes de construirse el merendero (Archivo Histórico Provincial)

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Que en este 2020 no haya fiestas de San Juan presenta la oportunidad de acometer algunas otras facetas que aun no constituyendo motivo troncal de las celebraciones sí tuvieron en su momento una especial relevancia en el acontecer festivo por más que resulten desconocidas para los estudiosos y amantes de la tradición de los sanjuanes.

Una de ellas pudiera estar referida a dejar constancia de por ejemplo las personalidades del mundo de la cultura y, en menor medida, de la política que por las circunstancias que fuera decidieron compartir con los sorianos el ritual antiquísimo de unas celebraciones sobre las que, digámoslo también, al cabo de los siglos continúan planeando demasiados interrogantes que no han sido desentrañadas en el transcurrir de la historia, ni que se sepa tampoco existe proyecto conocido alguno y en último término intención decidida de llevar adelante tarea semejante. Al menos desde donde le alcanza a uno la memoria.

Pues bien, vamos a recordar a algunos de estos ocasionales visitantes que bien en calidad de invitados o simplemente como turistas conocieron desde dentro nuestras Fiestas de San Juan

Puede ser el caso del poeta Gerardo Diego que algunas fuentes dan por cierto que pasó en Soria las jornadas festivas del año 1929, y en concreto la del 30 de junio, acaso porque como ha constatado el profesor Gómez-Barrera en aquellas fechas acababa de regresar de Argentina y viajó a Salduero, donde vivía su amigo César del Riego, para reponerse de una operación de apéndice. Pues en la localidad pinariega, señalan familiares directos de Del Riego, residía con su madre –viuda- y sus hermanos en casa de su tío Benito Moreno Ventosa, párroco de la localidad, Y a mayor abundamiento, Gómez-Barrera tiene documentado que el día 10 de julio Gerardo Diego asistió en Soria a una conferencia de la escritora María Teresa León, integrada como él en la llamada generación del 27.

Finalizada la Guerra Civil, el Viernes de Toros (1 de julio) de 1949 llegó a Soria el académico y escritor José María de Cossío, por otra parte experto y gran aficionado al mundo taurino, para dar una conferencia.

El 24 de junio de 1964 (Miércoles El Pregón) fue el embajador en España de los Estados Unidos de América, Robert Forbes Woodward, el que vino a Soria invitado por la Cámara de Comercio, pues por aquel entonces el diplomático norteamericano y la entidad cameral mantenían una especial relación con el objetivo de fortalecer las relaciones comerciales. La complicidad se materializó con la entrega al ilustre visitante del título de Presidente de Honor de la Cámara de Comercio. Con esta excusa, por otra parte intencionada, tuvo la posibilidad de conocer nuestras Fiestas.

EL CAMPO DE DEPORTES DE SAN ANDRÉS

Fachada principal del Campo de Deportes de San Andrés, que no debió desaparecer.

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El conocido en sus primeros momentos como Campo de Deportes a secas y más tarde con el añadido de San Andrés fue una de las actuaciones más destacadas del régimen de Franco en la capital y, por supuesto, la más importante en materia deportiva.

Construido en el alto de la Dehesa por la Obra Sindical Educación y Descanso en terrenos de particulares cedidos o donados –tanto da la fórmula a estas alturas- al ayuntamiento dentro del llamado plan de “Acción Sindical”, por la nada despreciable cifra de 780.494 pesetas (alrededor de 4.690 euros) situados en los años cuarenta del pasado siglo XX, resultó ser la dotación deportiva que, no exenta de polémica, se llevaba décadas demandando.

La instalación se había pensado para uso y disfrute de los productores –término este muy de boga en la época para denominar a los trabajadores- acabó siendo el Numancia el usuario preferente y casi único, por delante incluso de los compromisos de las entidades deportivas del Movimiento que no tuvieron más remedio que acomodarse a las necesidades del recién refundado equipo de fútbol de la ciudad reforzadas por su meteórico ascenso a Segunda División.

La dotación a la ciudad de un Campo de Deportes venía de lejos. Pero no fue hasta el año 1945 cuando se convirtió en realidad. Luego todo fue mucho más rápido pues transcurrió poco más de un año y medio desde el anuncio del inicio de las obras, en pleno verano de 1943, hasta que el Numancia disputó su primer partido, de carácter amistoso, por cierto, el 22 de abril del citado 1945.

Las necesidades del Numancia para afrontar la Segunda División llevaron consigo la introducción de mejoras de la recién estrenada instalación: se construyeron gradas frente a la tribuna principal, un pasadizo de acceso a los vestuarios por exigencias de la Federación Española de Fútbol, el terreno de juego se plantó de césped –tarea que realizaron los jardineros municipales-, se cambiaron las porterías con madera facilitada por el ayuntamiento, y en fin se llevaron a cabo diversas obras con material cedido por el municipio. Todo ello por 35.000 pesetas (alrededor de 210 euros).

De regreso el Numancia a la Tercera División el recinto entró en una fase de deterioro progresivo que se prolongó hasta el día 1 de noviembre de 1973, Festividad de Todos los Santos, que fue cuando se jugó el último partido y se clausuró el recinto por el peligro que ofrecían las más que precarias instalaciones, a cuyo mantenimiento hacía tiempo que no se había destinado partida económica alguna.

Entre tanto, hubo tiempo para que la Obra Sindical del Hogar y Arquitectura, dependiente asimismo del Sindicato Vertical, y propietaria de las instalaciones, ofreciera al Ayuntamiento de la ciudad en 1953 la adquisición del Campo de Deportes, y para que quince años después, en 1968, se anunciara a bombo y platillo una importante remodelación -como tantas otras terminó quedando en nada-, consistente en la construcción de una tribuna con capacidad para 1.500 espectadores en el fondo de la calle Geólogo Palacios y en los bajos la tan manoseada ya entonces estación de autobuses, que tardaría todavía veinte años más en llegar.

LAS PÚBLICAS

Edificio de las escuelas públicas en la Plaza de Abastos después de añadirle la planta ático (Archivo Histórico Provincial)

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Hablar hoy en Soria de “las públicas”, a la mayoría no le dice absolutamente nada y en el mejor de los casos más bien poco. Al contrario que en los años siguientes a la Guerra (in)Civil en que con decir “las públicas” era suficiente. No, no se trataba, ni mucho menos, de “las de allá arriba”, las que vivieron en la calle del Marmullete, que tan bien retrata Juan Antonio Gaya Nuño en El Santero de San Saturio. “Las públicas” eran, sencilla y llanamente, las escuelas entonces llamadas oficialmente Graduadas, las de la Plaza de Abastos, de Bernardo Robles en el callejero, aunque nadie la llame así, y más tarde anejas al Magisterio, que eran eso, públicas como las de la Arboleda, es decir del Estado, aunque la denominación común de públicas, con nombre propio, la tuvieran atribuida aquéllas.

Por “las públicas”, las de la Plaza de Abastos, donde funciona hoy la Escuela Oficial de Idiomas, pasaron (pasamos) cientos y cientos de niños en una época difícil en la que el poder estudiar no estaba precisamente al alcance de todos.

Hace ya bastantes años que “las públicas” fueron trasladadas al moderno edificio que se construyó para acoger a la Escuela del Magisterio, en sustitución de la Normal del Espolón, al final del scalextric.

Los nombres de [con el don siempre por delante] Saturnino [Arribas], Jesús [María de la Peña], Ángel [Tomás del Oso], Severiano [Latorre] y Ángel [Gonzalo] que eran los maestros de los chicos, y Miguel [Gil] el director, figuran grabados con trazos indelebles en el recuerdo de tantos y tantos sorianos, hoy ya maduros y muchos desaparecidos, que recibieron de ellos sus primeras y, en la mayoría de los casos, únicas enseñanzas. Como los de [doña] Paz [Lansaque], Leonor [Pérez], María [Fernández], Constantina [Martínez] y María Luisa [Rodríguez], entre otras, que eran las que daban clase a las chicas. Águeda [Atienza] y Dorotea [Domínguez] se ocupaban de los párvulos. Y, cómo no, el de la señora Cruz, la portera, que era una institución, y su hija, las dos muy queridas por todos, alumnos y maestros.

LA HUERTA DE SAN FRANCISCO

La casa del Conde de la Puebla de Valverde, último vestigio de la antigua huerta de San Francisco (Archivo Histórico Provincial)

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Junto al antiguo Hospital Provincial, luego Colegio Universitario, se encontraba la Huerta de San Francisco y la frondosa chopera que la ocupaba, que terminó comprando por algo más de ochocientas mil pesetas (unos cuatro mil ochocientos euros de hoy) el ayuntamiento de la ciudad con la idea de construir en el solar resultante, o al menos en parte, el Parador de Turismo antes de que los técnicos se decidieran por el Parque del Castillo. De todos modos, con anterioridad a que fuera efectiva su desaparición y se abordara la urbanización de la zona, el paraje se estuvo acondicionando convenientemente cada mes de julio, con muy buen gusto por cierto, para que pudiera acoger algunas ediciones de los entonces nacientes Festivales de España.

Un hecho trascendental, sin duda, se va a producir en el albor de los años sesenta, cuando el ayuntamiento de la ciudad, siguiendo las directrices de la norma aprobada por el Gobierno de la Nación, aprueba un nuevo Plan General de Urbanismo. Porque de hecho, nada más entrar en vigor se traza la calle Santa Luisa de Marillac, la que va desde la Biblioteca Pública hasta la antigua Escuela de Magisterio -que partió casi por mitad la ya citada chopera-, como por supuesto las adyacentes, para terminar configurándola con la fisonomía que sigue teniendo hoy. Como barrio emergente que era no tardó en ponerse de moda este nuevo espacio urbano de la ciudad.

La década de los sesenta va a ser clave en el desarrollo del barrio. La demolición de la Estación de San Francisco va a llevar consigo la transformación de una de las zonas más céntricas de la ciudad pues en ella se van a concentrar una serie de edificios que se construyen para albergar un conjunto de centros docentes y los servicios inducidos que terminaron por convertir la zona en lo más parecido a un campus.

La entrada en funcionamiento de los dos colegios menores fueron una novedad en el panorama estudiantil soriano, hasta entonces carente de este tipo de instalaciones, y fueron el complemento perfecto de la incipiente oferta educativa que iba a recibir el espaldarazo definitivo con la creación del Colegio Universitario, el entrañable CUS y su ubicación en lo que había sido Hospital Provincial. Antes se había construido el nuevo edificio de la Casa de Cultura y el Pabellón Polideportivo de la Juventud, una actuación novedosa en su momento.

QUIÉN ES QUIÉN EN LAS CALLES DE LA CIUDAD

La calle del filósofo,  jurista y pedagogo Julián Sanz del Río está en el barrio de Los Pajaritos (Joaquín Alcalde)

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El asunto de los nombres de las calles de la ciudad, quién se los pone y decide la zona, con qué criterio y la necesidad más que urgente de un callejero actualizado son todos ellos temas más que recurrentes desde hace años, décadas. De todo ello nos ocupamos en este sitio de vez en cuando. Pero por lo que se ve no parece tener solución a corto y medio plazo. Echar la vista más lejos es una quimera.

Las evidencias son claras: nadie se atreve a hincarle el diente a un proyecto que requiere algo más que la buena voluntad de algún espontáneo, como ha venido ocurriendo hasta ahora, que pueda estar por la tarea de embarcarse en un trabajo de suyo laborioso y oscuro de muy amplia dimensión. Se requiere, más bien al contrario, no un ejercicio de voluntarismo sino la articulación por el Ayuntamiento de la ciudad de un grupo de trabajo formado por expertos pero sobre todo por conocedores de la ciudad y su historia que puede que sea dónde radique la mayor dificultad además de la falta de voluntad política de llevarlo a cabo. Sería la única manera de abordar el trabajo riguroso pero sobre todo fiable que una empresa de semejante envergadura requiere.

Conscientes, como se ha dicho, de las pocas o ninguna ganas que se observan de abordar una iniciativa que, conviene decirlo también, no da votos, el fin prioritario y casi único de quien gobierna, se permite uno sin embargo aportar una idea de bastante menos alcance pero que vendería a enriquecer sin duda el maltrecho callejero, mejor dicho las placas de las calles. La idea que se lanza, por resumir, consiste añadir a las placas que se vayan reponiendo por la circunstancia que sea o las de las nuevas calles que vayan surgiendo un brevísimo apunte acerca de la ocupación o mérito –médico, escritor, historiador, filósofo o lo que sea- del titular que le da nombre. Sería una buena costumbre que hace ya años se puso en práctica en algunas capitales españolas y merecería la pena imitar aquí. De esta forma no haría falta preguntar a nadie quién fue por ejemplo Mariano Granados, Ramón de la Orden, Mariano Vicén, Eloy Sanz Villa, Eduardo Saavedra y tantos y tantos de los que figuran en el callejero, algunos verdaderamente desconocidos incluso para quienes conocen al dedillo la ciudad y sus gentes que a mayor abundamiento carecen de vinculación con ella.