EL CASTAÑERO

Ramón el castañero, Ramonín, en su puesto de el Collado (Archivo Histórico Provincial)

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En tiempos no tan remotos el Collado era bastante más que ahora el centro comercial de Soria y lugar de paso obligado hacia cualquier punto de la ciudad. Era la referencia de la vida de los sorianos. Por el Collado, todavía abierto a la circulación de vehículos, pasaban los trabajadores al término de su jornada laboral lo mismo al medio día que al final de la tarde; quienes tenían que realizar sus compras en los comercios establecidos, llevar a cabo cualquier gestión en las oficinas públicas o en las entidades bancarias concentradas en la arteria principal y en las zonas colindantes, pero, sobre todo, se trataba de la antesala del tiempo de ocio y para muchos el escenario en sí mismo para solazarse. Porque, en efecto, “dar una vuelta” por El Collado resultaba una cita obligada, casi a modo de rito, antes de acudir a la sesión de cine de las ocho en el desaparecido Avenida y, por supuesto, a la salida en torno a las diez de la noche para comentar la película y sus incidencias. El Collado era por encima de todo el lugar en el que poder encontrarse con el que uno fuera buscando sin necesidad de haberse citado. Y, por supuesto, de la tradicional tertulia de los agricultores del mediodía de los jueves delante del Torcuato. Por eso quizá pueda resultar lógico a la luz de hoy que al ser El Collado de paso obligado se establecieran en él puestos de venta de temporada, en la terminología moderna, uno de cuyos iconos era el del castañero.

Desde hace varios años –no muchos- cada invierno se halla instalado en la plaza de Herradores, esquina del Banco de Bilbao, un nuevo puesto de venta de castañas con su correspondiente asador en el que las viejas generaciones de sorianos quieren ver reflejado, aunque en versión bien diferente, al castañero de siempre, es decir, al fiel notario del acontecer de tantos días de crudo invierno desde su ubicación en el lado izquierdo de los soportales de El Collado, bajando hacia la Plaza Mayor desde Mariano Granados, justamente delante del que fue uno de los templos del comercio soriano como sin duda lo era la antigua y hace tiempo desaparecida librería y papelería de Santa Teresa, conocida comúnmente como El Jodra. Aunque llegados a este punto no estará de más señalar, para evitar equívocos, que en la acera de enfrente, junto a la tienda de chucherías conocida como “la bollera”, funcionó durante un tiempo otro punto de venta de este típico producto navideño e invernal que, sin embargo, no tenía ni con mucho el encanto y la fascinación y, por supuesto, la clientela y el prestigio del que ya entonces constituía inevitablemente una de las referencias de aquella Soria de los difíciles años de la posguerra.

Pues bien, el castañero de siempre, no tanto físicamente él como una nueva generación de la familia Fuentes, cuya cabeza visible fue últimamente Ramón, el recordado Ramonín para la gente de su época, siguió fiel a la cita y mantuvo una tradición que le venía de antiguo. Y en el mismo sitio de siempre los continuadores de la dinastía siguieron ubicando la artística, entrañable y bien podría decirse que única máquina asadora de castañas de este tipo, que seguía siendo la misma que utilizaban sus antepasados. Un lujo en el conjunto de los pequeños detalles que contribuyeron a mantener la tradición y a dar contenido a la vida diaria de los sorianos.

EL NOBEL DE LITERATURA PETER HANDKE Y SORIA

El escritor austriaco Peter Handke con Antonio Ruiz, en la puerta de la Librería GAR (Revista Abanco)

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Estos días se ha hablado mucho y se sigue hablando en Soria de Peter Handke, de manera especial en los círculos culturales de la ciudad. Ha sido a raíz de la concesión del Premio Nobel de Literatura 2019, lo que nos ha permitido conocer –a muchos, más bien recordar- la vinculación del escritor austriaco afincado en París con la ciudad y su interés por el Club Deportivo Numancia, al que según tiene dicho vio jugar en el viejo estadio de Los Pajaritos, entonces recién estrenado, en la primera temporada del equipo en Segunda División B. De la relación de Peteer Handke con Soria han dado puntual y amplia información los medios nacionales y, por supuesto, los de aquí.

Y decimos bien, más recordar que conocer, porque de la particular relación de Peter Handke con Soria hay constancia escrita desde hace tiempo. De tal manera que echando mano de la hemeroteca y retrocediendo en el tiempo no hay más acudir a la revista Abanco, que dirigía Antonio Ruiz Vega, para poder ver una fotografía del escritor austriaco con Antonio Ruiz, padre, tomada en la puerta de la mítica Librería GAR, que abrió a su vuelta de Ibiza y tuvo abierta muchos años junto al desaparecido cine Rex en la avenida de Navarra, e incluso al fondo puede verse el edificio conocido como Del Amo construido con una tipología entonces novedosa, hoy sede de una agencia urbana de la Caja Rural, construido en 1934 a partir del proyecto del que entonces era arquitecto municipal, Ramón Martiarena.

Una revista, la número 42/43, que salió a la calle en 2001 y que no deja de tener un importante valor añadido, pues además de editarse en homenaje a Antonio Ruiz fue la última de la cabecera. No volvió a salir ninguna más. En aquel doble número aparecieron artículos de Marcos Molinero, Teresa Carazo, Avelino Hernández, Juan García Atienza, Santos Sanz Villanueva, José María Sainz Ruiz y Enrique Andrés Ruiz, entre otros muchos, además de uno del autor de estas líneas, Joaquín Alcalde, firmado con el seudónimo de Joaquín del Collado, que habitualmente utilizaba en Abanco y en los Cuadernos de Etnología Soriana, que también se editaba entonces..

FOTÓGRAFOS DE ANTAÑO

El gabinete de Foto Estudio estuvo al final del Collado junto a la desaparecida Puerta del Postigo (Archivo Histórico Provincial)

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En la década de los cuarenta y los cincuenta del pasado siglo XX no solo no abundaban los fotógrafos con taller estable en la capital sino más bien al contrario, eran contados, de tal modo que podían recordarse de memoria; la foto de estudio era la que se llevaba entonces.

Tras la guerra civil, y luego de una convulsa trayectoria pero no por ello menos fecunda y de reconocida reputación en los círculos profesionales del país, como bien ha recordado el estudioso y especialista Tomás Pérez Frías en uno de sus últimos trabajos, Aurelio Pérez-Rioja de Pablo, abrió de nuevo su gabinete en la calle Marqués del Vadillo, 13 con entrada por la antigua Plaza de la Leña (actual de Ramón y Cajal), anunciando su “especialidad en ampliaciones”, que cerraría por cese en la actividad pocos años después, en marzo de 1947. Por aquel entonces funcionaba asimismo el gabinete de Foto Estudio, quizá el más representativo de esta concreta especialidad en consonancia, sin duda, con el nombre comercial, instalado en el Collado (General Mola en la época), en el primer piso del edificio cuya planta baja ocupa ahora una entidad bancaria y en aquel momento –en el inmueble anterior- la tienda de Calzados Lapuente y la peluquería de caballeros de los hermanos Ballesteros. El laboratorio Carrascosa, que bien con la firma de sus dueños cuando no con la del empleado y fotógrafo Tiburcio Crespo y en una etapa más reciente con la del también asalariado e igualmente profesional Julián Maestro, trabajaba desde una perspectiva diferente, y quizá más popular y representativa de lo que fue la ciudad, fue durante tiempo el de referencia hasta el punto de que sus fondos son en la actualidad algo así como el santo y seña de un tramo importante de la historia moderna de Soria a los que necesariamente no queda más remedio que acudir ante cualquier tema relacionado con lo local que se pretenda abordar acaecido en la primera mitad del siglo pasado.

Fue en el ecuador de los cincuenta –año más o menos- cuando se estableció Salvador Vives en un local situado encima del emblemático bar Torcuato. Se trataba de un piso con entrada por la calle del Instituto, para trasladarse más tarde al número 19 del Collado en un espacio interior anejo a la conocida tienda de golosinas –de chuches se dice hoy- de La Bollera, en el que estuvo ejerciendo el oficio hasta su jubilación. En el transcurso de su dilatada trayectoria profesional por su estudio pasó lo mejor de lo mejor de la sociedad soriana sin perjuicio de que Salvador Vives fuera también habitual colaborador gráfico del entonces trisemanario Campo Soriano y dejara constancia en sus páginas de los acontecimientos más relevantes de la época. Sin olvidarnos, ni mucho menos, de Ulises Blanco y de su taller también en el Collado compartiendo tarea con su hermana Redención; algo parecido cabe señalar de Florián Montoya, instalado en las Puertas de Pro, con la particularidad de que en este caso ejerció en momentos puntuales la fotografía ambulante, a la que preferentemente se dedicaron, entre otros, los igualmente sorianos Octavilo, Juan Izquierdo, Cecilio Pérez y Carmelo Rojas; en todo caso, la oferta se ampliaba en las fiestas de San Juan y las ferias de ganados con la llegada de profesionales de fuera de la capital, como el popular señor Serrano, originario de Cataluña aunque afincado en Yanguas, e incluso de la provincia, que asimismo solían acudir con asiduidad.

EL SANTERO DE SAN SATURIO: DE ERMITAÑO A EMPLEADO PÚBLICO

Cipriano Lozano, el último santero de San Saturio, ante el sepulcro del Santo en la cueva.

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La ermita de San Saturio es uno de los principales reclamos con que cuenta la oferta turística de la ciudad y el Santero una especie de mito viviente, especialmente recordado estos días previos  (la novena comienza hoy 24 de septiembre) a la solemnidad del 2 de octubre, el día grande del Patrón y de la Ciudad.

El santero de San Saturio era sencillamente el Santero. No hacía falta decir más ni preguntar nada pues en la ciudad todo el mundo estaba al cabo de la calle para saber de quién se estaba hablando. El Santero vivía en la ermita de la que rara vez se ausentaba a no ser para visitar de manera regular con su inseparable hucha, de la que hablaremos más adelante,  por la totalidad de las casas abiertas y visitar comercio por comercio pidiendo el óbolo voluntario de los sorianos para contribuir al mantenimiento del santuario. Pero llegó un momento en que la ciudad creció y las obligaciones del Santero fueron mayores de tal manera que le resultaba de suyo más difícil hacer el habitual recorrido domiciliario; fue entonces cuando contó con un ayudante, una de cuyas funciones era la de encargarse de pasar el cepillo, aquella hucha en forma de caja de madera con la imagen del santo en el frontal en la que los devotos y fieles depositaban su limosna, por más que la figura del auxiliar, asistente o como se le quiera llamar, que también se encontraba regulada. Se estaba asistiendo, en cualquier caso, al inicio, sin posibilidad de vuelta atrás, de la crisis de vocaciones de los santeros, que algunos años después sería irreparable. Pues como se ha dicho, el Santero hacía vida de ermitaño pero mantener su estatus resultaba cada día más difícil.

El Santero era, por encima de todo, un tipo singular, eso sí muy querido y respetado por los sorianos. Un icono del misticismo de aquella Soria provinciana que tenía como eje de su identidad las fiestas de San Juan y la devoción y el culto a San Saturio. Los santeros que conocieron sucesivas generaciones llevaban barba, se vestían con sayal y en la mayoría se quería ver, no sin una buena dosis de ilusión, cierto parecido físico con el Santo a cuyas celebraciones no faltaba. El Santero, en fin, estaba identificado con la ciudad y sus gentes.

El último Santero, que ejerció como tal en San Saturio, fue Cipriano Lozano Lara luego de su experiencia en una orden monacal de la provincia. Estuvo en la ermita entre 1981 y 1994. Fue el último que hizo vida de ermitaño, aunque con alguna restricción, y vistió el sayal. Desde entonces, la vigilancia y cuidado de la ermita corre a cargo de un funcionario municipal. El actual, conocedor como pocos de la historia del Santo y de la ciudad, ya lleva tiempo.

 

COMERCIOS DE TEJIDOS

El comercio de Redondo y Jiménez, en el Collado con vuelta a la plaza de San Esteban, uno de los más reputados de la época (Archivo Histórico Provincial)

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En cualquier sector y actividad, desaparecen comercios tradicionales y surgen otros nuevos,. En los primeros, en los de toda la vida, queremos fijar nuestra atención, concretamente en aquellas viejas y entrañables tiendas (comercios) de tejidos, de las que apenas queda alguna y las contadas que continúan abiertas han evolucionado para acomodarse a las necesidades de la moderna sociedad de consumo. De entre las que se recuerdan, quizá la única que ha sobrevivido sea la de Camilo Sainz, al comienzo de la calle Numancia subiendo desde la plaza de Herradores, que regenta en la actualidad su nieto Adolfo, del mismo apellido. En realidad es la quinta generación desde que en 1850 la fundara el tatarabuelo de este, Dionisio Sainz. Un comercio de los más reputados en la época que ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos y a cambiar la venta de paños, mantas y tapabocas por la lencería y la ropa de hogar aunque, eso sí, sin renunciar a la oferta tradicional. Porque los demás han desaparecido. Es el caso, por ejemplo, de los Almacenes de Evaristo Redondo –la antigua Casa Ridruejo-, en el corazón del Collado, frente al Torcuato, que comenzara a funcionar en 1878, en los que se vestía la gente chic (sic) y tenía “cortador de alta costura”, según un promocional de los años cuarenta del siglo pasado. Lo mismo que sucedió con el comercio del Sobrino de Samuel Redondo, en Marqués del Vadillo, muy próximo a la plaza de Mariano Granados, conocida como del Chupete por sucesivas generaciones de sorianos, en el local en el que funciona en la actualidad un moderno y frecuentado establecimiento de hostelería, que anunciaba sus secciones de pañería, tejidos, confecciones, camisería y alta sastrería y tenía la casa central en Sevilla. Y, por supuesto, con los Almacenes de Redondo y Jiménez, en la confluencia de la calle del General Mola (el Collado) con la plaza de San Esteban, que además de los tejidos y confecciones al uso contaba con secciones de muebles, artículos de viaje y piel, mercería, objetos de regalo y perfumería.

Promocional de Casa Megino (archivo Alberto Arribas)

 Una firma acreditada era también Casa Megino, “la más surtida en su ramo”, al final del Collado, en la confluencia con las Puertas de Pro, que presentaba un “completo surtido en artículos de entretiempo [e invierno] para señora y caballero, en todas sus clases” con secciones de pañería, camisería, mantas, algodones, confección, géneros de punto, tapicería, colchas y calzados. Del mismo modo que lo fueron la tienda de Ángel del Amo, asimismo en la arteria principal de la ciudad con fachada a la plaza de San Esteban, que daría paso al recordado comercio de Nuevas Galerías; enfrente la de “Los zamoranos”, junto al emblemático bar Argentino, como la que acaba de citarse, en el Collado, aunque orientada al Banco de España, que se distinguía por contar “con grandes surtidos en camisería con su especialidad en corte y confección [además de] géneros de punto y altas novedades en vestidos para niños”; y la recoleta y entrañable de Anastasio Sánchez, muy cerca del casino, dirigida a un público muy distinto.

          En cualquier caso, la oferta la completaban otros locales quizá sin el renombre de los que se han citado pero no por ello menos considerados que a cambio presentaban especialidades muy del gusto del consumidor, como podía ser el caso de “Mi tienda”, en Marqués del Vadillo (mirando hacia la plaza de Herradores), o el negocio de merecería y tejidos de Fermín Domínguez (“la antigua casa de las lanas”) en la Plaza Mayor, si es que no la mercería-camisería de Gregorio Jiménez, al comienzo del Collado (General Mola en aquel momento), que junto a géneros de punto, ofertaba fajas para señora y medias de seda finas, un “inmenso surtido de corbatas con las últimas novedades y en vanguardia de las últimas creaciones”, y productos de bisutería y perfumería.

HERRADORES

En las Concepciones funcionó uno de los últimos herraderos que había en la ciudad (Archivo Histórico Provincial)

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No, no vamos a hablar de la plaza de Herradores, por más que el titular induzca en principio a pensar en ella.

Hace unos días, uno de los periódicos locales hablaba en una de sus secciones fijas con el único –al menos que se conozca- herrador que ejerce el oficio en la provincia de Soria. Una dedicación que al menos en la capital no ha tenido muchos profesionales en activo, al menos que uno recuerde desde que le alcanza la memoria.

Los últimos herradores conocidos en la ciudad fueron el Antonio (lamento y bien que lo siento no recordar el apellido), en la clínica veterinaria de Gumersindo López, en la calle Tejera, junto a las actuales instalaciones de la compañía de seguros Mapfre (algo más hacia acá, si se va a la iglesia de Santo Domingo desde la plaza de toros), y el popular Jacob [Yubero], en lo poco que había quedado del antiguo convento de las Concepciones, al lado de donde se instaló la báscula municipal y más tarde se construyó el parque de bomberos, espacio este de las Concepciones, el del herradero del Jacob –un tipo singular, muy conocido en la ciudad-, que lo mismo se utilizaba como local de cuadrilla durante las fiestas de San Juan que como parada del Depósito de Sementales del Ejército, que en su peregrinaje por la ciudad también estuvo allí.

Por eso, no deja de resultar cuando menos curioso que casi setenta años después se vuelva a hablar, ahora con aire de singularidad, y suscite no menos curiosidad el ejercicio de un oficio que los ajenos al sector creían decaído si es que no desaparecido más que nada por la lógica evolución del sector y el inexorable paso del tiempo.

MISA DURANTE EL VERANO EN LA ERMITA DE SAN SATURIO

Vidriera a la entrada de la cueva (Archivo Histórico Provincial)

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No hay una norma escrita pero para los sorianos el verano comienza de hecho el domingo siguiente al de Calderas por mucho que cuando llegue esta fecha oficialmente lleve ya algún tiempo instalado entre nosotros, sobre todo si el día grande de los sanjuanes llega bien entrado el mes de julio, como suele ocurrir periódicamente; cosa bien diferente es que la climatología se corresponda con la estación recién estrenada.

Pues pasadas las fiestas de San Juan era cuando las familias y los grupos de amigos comenzaban a ir de campo los domingos y fiestas de guardar no tanto fuera de la ciudad –que entonces no había costumbre ni apenas medios- como a los parajes próximos, especialmente el Perejinal y el Soto Playa, donde se pasaba el día, porque Maltoso y La Sequilla se encontraban más alejados consideradas las distancias en el contexto de lo que era la Soria de entonces. El paseo por la Dehesa a mediodía –que se repetía al anochecer- coincidiendo con el concierto que ofrecía la Banda Municipal en el “árbol de la música” y la posibilidad de disfrutar del tiempo de ocio en la terraza del “orejas” –la única que funcionaba- constituían la oferta para quienes preferían pasar la jornada festiva en la ciudad completada con la misa en la ermita de San Saturio que era otra de las referencias de los veranos sorianos.

Hubo un tiempo, mediada la década de los cuarenta del siglo pasado, en que el ayuntamiento de la ciudad estuvo especialmente interesado en que se estableciera de manera permanente una comunidad religiosa en la ermita que garantizara el culto diario e incluso llegó a solicitarlo formalmente a la autoridad eclesiástica. Pero el propósito no llegó a materializarse. De modo que, por sintetizar, se tomó la decisión de que todos los domingos de primavera y verano se oficiara misa en San Saturio a las nueve y media de la mañana, si bien en las sucesivas temporadas estuvo sometida a modificaciones tanto de horario como de inicio de la campaña. Porque, en efecto, según las épocas el arranque del curso se producía a primeros de mayo, otras veces a mediados de junio, cuando no el domingo siguiente al de Calderas; la última fecha tampoco era fija, pues aunque lo habitual es que coincidiera con el 5 de octubre en alguna ocasión se alargaba hasta el último domingo del mes. Y la hora de la misa también ha ido variando en función de las circunstancias y los momentos, cuando todavía era posible voltear las campanas de la espadaña desde el mismo campanario. Todo ello no era óbice para que la concurrencia fuera importante y la capilla se llenara, con independencia de que la mayoría de los asistentes no tuvieran más remedio que bajar andando y lo hiciera por el camino de siempre, hasta el punto de que el ayuntamiento tenía establecido un servicio de desplazamiento a la ermita que prestaba “a precios muy económicos” el añorado “coche de la central”, el que a diario facilitaba la comunicación entre el centro de la ciudad y la estación del Cañuelo; en realidad, se trataba de un viejo y destartalado ¿autobús? de escasa capacidad y dimensiones reducidas de manera que pudiera cruzar el arco de San Polo, con salida en sus comienzos de la Inspección de Policía Urbana, instalada entonces en la Casa del Común (ahora sede del Archivo Municipal) en la “Plaza del General Franco” (Plaza Mayor), y más tarde en la de Mariano Granados, que no obstante cumplía su función.

Sigue la costumbre de que las misas de verano en la ermita empiecen el domingo siguiente al de Calderas y terminen el 5 de octubre pero quienes asisten cada domingo suelen comentar no sin nostalgia que si bien la capilla termina completándose no llega a tener ni de lejos la concurrencia de antaño.

 

EL AFILADOR

La calle Santa María, uno de los rincones desaparecidos del centro de la ciudad (Archivo Histórico Provincial)

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Antaño, la vida ciudadana giraba en torno al barrio. De tal modo que se cultivaban las relaciones de vecindad y como consecuencia se sabía absolutamente todo lo que acontecía alrededor. El ama de casa era el núcleo informativo. Se dedicaba a «sus labores» y rara vez durante el día podía permitirse la licencia de abandonar el quehacer. Cuando lo hacía era solo por el tiempo imprescindible que necesitaba para acudir a la llamada del ambulante de turno y lo máximo hasta la acera de enfrente donde solía coincidir con las demás vecinas, convocadas por idéntico motivo. Estaba, en definitiva, en un constante ir y venir, sin apenas tiempo para otra dedicación que no fuera la casa.

Uno de estos ambulantes, si bien de carácter estacional, era, entre otros el afilador (en la ciudad había alguno con establecimiento fijo abierto). Una figura irrepetible en la Soria de la posguerra, que visitabas la ciudad con rigurosa puntualidad cíclica. En la memoria de los sorianos pervive fresca, como si no hubiera pasado el tiempo, la figura del abnegado profesional artesano, por lo general de origen gallego, empujando el pequeño taller –la piedra de afilar y poco más- que había montado en torno a una pequeña rueda de carro para facilitar así su desplazamiento de un sitio a otro y ubicarlo en el punto más conveniente. El afilador se dejaba sentir en el barrio haciendo sonar una y otra vez esa especie de chiflo de sonido tan característico e inconfundible que no deja lugar a duda llamado pito en el argot y capacerdas o ronda en los Andes, de donde era originario.

Más tarde, el afilador se modernizó y las rondas, cada vez más espaciadas, pasó a hacerlas en bicicleta, lo que supuso un notable adelanto. Y en una etapa posterior, en moto, hasta que la modernidad y los nuevos hábitos y costumbres de la sociedad hizo que sus visitas fueran ya muy de tarde en tarde, coincidiendo también con que el oficio iba decayendo por la falta de relevo generacional.

De tal manera que en la actualidad ver por las calles de la ciudad un afilador no deja de ser una casualidad y si se quiere una suerte. El último que se ha visto por aquí ha sido este mismo verano. Fue la mañana, más bien mediodía, de un jueves caluroso del mes de julio (día 25, festividad de Santiago Apóstol) cuando después de mucho tiempo volvió a escucharse desde la avenida de Mariano Vicén por todo el barrio de Los Pajaritos el sonido inconfundible anunciando la presencia del afilador pero ya no utilizando el pito o capacerdas sino un amplificador (altavoz para entendernos mejor) colocado en el techo del monovulmen de una conocida marca de automóviles, Mercedes, por cierto.

LA PRIMERA FERIA DEL LIBRO

El Gobernador Civil, Francisco Hidalgo Ramos, corta la cinta inaugural de la primera Feria del Libro en presencia del Delegado Provincial de Información y Turismo, José Rus Guirado (Revista de Soria. 1ª época)

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Fue nada más producirse el relevo en la Casa Consistorial tras las elecciones municipales de mayo de 2007 cuando el nuevo Ayuntamiento a cuyo frente se situó el socialista Carlos Martínez Mínguez comenzó a perfilar su programa de gobierno.

De tal manera, que coincidiendo con los últimos coletazos de aquel verano se anunciaba el proyecto de celebrar en Soria una Feria del Libro, de la que hasta ese momento carecía. La iniciativa fue tomando cuerpo y no tardó en tomar carácter de oficialidad. La anunciada Feria del Libro se desarrolló durante los días 18 al 23 de abril de 2008.

Sin embargo esta Feria del Libro promovida por el ayuntamiento de Soria si bien supuso una novedad no fue por el contrario, la primera que tuvo lugar en la capital como en algún momento se dijo. Porque, en efecto, apenas unos meses antes del fallecimiento de Franco, es decir, cuando la Dictadura estaba dando las últimas bocanadas, nuestra ciudad acogió la “Primera Feria Nacional del Libro” entre los días 15 y 23 de julio de 1975, en pleno verano, en la Alameda de Cervantes.

Aquella Feria del Libro la promovió el Ministerio de Información y Turismo a través de su Delegación Provincial en Soria. Desde las instancias oficiales se presentó como un acontecimiento más que añadir a la realidad cultural de los veranos sorianos de la época en la que los Cursos Internacionales de Estudios Hispánicos de la Casa de Cultura que organizaba el Centro de Estudios Sorianos constituían la verdadera referencia de la actividad cultural de la provincia y de otras ciudades españolas, se dijo.

En cualquier caso, el acto inaugural de aquella primera Feria del Libro, que se hizo coincidir con la efeméride del centenario del nacimiento del poeta Antonio Machado, se celebró  en la sala de conferencias de la Caja de Ahorros con asistencia del Gobernador Civil, el Obispo de la Diócesis y las primeras autoridades provinciales y locales junto con un representante del Instituto Nacional del Libro (INLE). No falto el pregón que corrió a cargo del asesor de cultura popular de la Delegación del Ministerio en Soria, Rafael Bermejo Mirón.

La primera jornada se completó con la visita a la exposición montada en la planta de operaciones de la Caja de Ahorros (el edifico sin uso de la plaza de Mariano Granados) de una colección de libros procedentes de la biblioteca de la catedral de la diócesis y como no podía ser de otra forma con un recorrido por las casetas expositoras –veintidós-, instaladas en la Alameda de Cervantes, entre ellas cinco de Soria, de las librerías Jodra, Las Heras, Atlas y Macondo y la de la Delegación de Información y Turismo.

No obstante, la jornada inaugural estuvo marcada por los telegramas de protesta del librero Antonio Ruiz, “quejándose del modo en que se ha organizado la Feria del Libro”, en los que manifestaba “su disconformidad por no dejar oír al Gremio de Libreros”, que lesionaban “los intereses de los que no han acudido a la Feria”. Telegramas que fueron dirigidos al Gobernador Civil, al Delegado de la Organización Sindical y al Delegado de Información y Turismo, informó el periódico Soria Hogar y Pueblo.

En este ambiente se desarrolló aquella primera y única en la época Feria del Libro, aunque la cita como será fácil suponer dio para bastante más, mucho más.

Más o menos como las de ahora, que merecen cuando menos una reflexión. Porque por extraño que pueda parecer, un año más -2019, en la Feria que ha arrancado hoy 8 de agosto- el ayuntamiento no ha tenido la sensibilidad ni previsto una caseta de «autores sorianos» por más del empeño reiterado de estos -al menos de un grupo significativo- y la solicitud formal para abrirla. De tal manera que son contados los títulos sobre temática y autor sorianos que se ofrecen hasta el punto de que salvo en un stand concreto de las librerías sorianas, en que la oferta es más amplia, si bien con títulos no nuevos precisamente, en las dos restantes sobran dedos de una mano para encontrar alguna publicación soriana. Y conste que no se olvida uno de la caseta de la Diputación Provincial, que es un caso aparte.

EL INSTITUTO DE IOWA, UN CLÁSICO DE LOS VERANOS SORIANOS

Los profesores del Instituto de Iowa en la recepción de la Diputación de 1977. En el centro, el presidente Santiago Aparicio; a su derecha el profesor Adolfo Franco (Revista de Soria. 1ª época)

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El paseo en barca y las recordadas veladas en el Mirador Bar, en la mismísima orilla del Duero; el concierto vespertino de la banda municipal los jueves en el árbol de la música; las verbenas de los barrios -especialmente la de la calle Santa María- y celebraciones tradicionales como la fiesta de los chóferes, San Cristóbal; San Roque con vaquillas incluidas-, y en los últimos días de septiembre La Merced, venían a configurar el programa que cada verano se nos ofrecía a los sorianos, al margen de otras citas que tenían lugar en un ámbito  más particular. Luego   vinieron los Festivales de Verano y sin solución de continuidad los Festivales de España. Fue una época en la que la ciudad registró un acusado movimiento cultural plasmado en los Cursos de Estudios Hispánicos bajo el paraguas protector del filósofo Julián Marías.

No fue, sin embargo, este un caso único porque coincidiendo con esta iniciativa, sin duda innovadora, en el arranque del verano de 1971 trascendía la noticia de que la University of Northem Iowa, de los Estados Unidos, concretamente  su Departamento de Español había decidido crear un Instituto de Verano en España dirigido a profesores de español que desearan perfeccionar el idioma y conocer la cultura, la civilización y la forma de vivir, de sentir y de pensar de los españoles, de la mano del catedrático y profesor de la citada universidad norteamericana, Adolfo Franco, un exiliado cubano responsable del proyecto que acabó convirtiéndose en uno de los clásicos de los veranos sorianos. Hasta el punto de que a través del variado programa de actividades que desarrollaba terminaron integrándose de hecho en la sociedad soriana, con la que convivían durante casi dos meses. Pues, en efecto, llegaban a Soria unos días antes de las fiestas de San Juan, para no perderse detalle, y daban por cerrado el curso entrado ya el mes de agosto.

La actividad que desarrollaba en la ciudad este grupo de profesores era intensa y quizá por ello su presencia pasara inadvertida para el gran público o no fuera lo suficientemente conocida. Las clases solían comenzar temprano, en torno a las nueve, en las aulas del ya Instituto Antonio Machado ocupando toda la mañana que junto a las disciplinas específicas las dedicaban a hablar de los temas más diversos; era frecuente la asistencia de personalidades de la vida local, de tal manera que lo mismo acudía el músico Jesús Ángel León que el siquiatra José María Páez cuando no el periodista Fidel Carazo o el matador de toros soriano José Luis Palomar, en la cumbre de su carrera, quien por cierto, entre corrida y corrida se presentó una mañana en el claustro del centro con los trastos de torear, sin que faltase, por supuesto, el traje de luces, todo ello en medio de una sorpresa mayúscula y del estupor generalizado. Tomaban el vermú a mediodía en la Dehesa, en «el orejas»; comían en el mítico Hotel Comercio y por la tarde volvían al aula para empaparse de la generación del 98. Realizaban actividades extraescolares pudiera decirse y a finales de cada mes de julio no faltaban a la obligada cita de las doce de la noche en el Monte de las Ánimas, donde pasaban un buen rato y se deleitaban leyendo a Bécquer, del que eran fervientes seguidores.