FÁBRICAS DE GASEOSAS

 

La Plaza de Herradores con el carrito de reparto de la fábrica de gaseosas, a la izquierda (Archivo Histórico Provincial)

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Parece que fue ayer, y han pasado más de sesenta años, cuando todavía el tráfico rodado (turismos, autobuses, camiones y lo que fuera) por el Collado a cualquier hora del día respondía a la más absoluta normalidad, vamos que formaba parte de lo cotidiano. En medio de todo ello, formando parte del mismo decorado, podían verse circulando cada mañana por el centro de la ciudad, en funciones de reparto, unos carros pequeños tirados por un borriquillo cargados hasta arriba de bebidas refrescantes y de aquellas grandes barras de hielo envueltas en sacos bien mojados para su mejor protección y evitar la licuación antes de que llegaran a su destino; cubrían, como no podía ser de otra forma, la misma ruta y a hora semejante con el fin de abastecer de las populares y apetecidas bebidas a los establecimientos de hostelería que decimos hoy, entonces con denominaciones tan prosaicas como cafés, bares, tabernas y similares.

Tan elementales pero no por ello menos funcionales carruajes eran de las fábricas de gaseosas establecidas en la capital cuyo censo a estas alturas no resulta difícil enumerar porque, a pesar de los muchos años transcurridos, continúa vivo en la memoria de los sorianos que las conocieron. Pues, en efecto, en la calle Mosquera de Barnuevo, algo más arriba de la clínica de Sala de Pablo, se encontraba la que comercializaba la marca Ayllón. Prácticamente detrás, en el número 15 de la avenida de Valladolid, en la acera de la izquierda subiendo desde el centro de la ciudad, funcionaba la fábrica de gaseosas y agua de seltz de Ricardo Blasco, conocida esta última, el agua de seltz, también como de sifón en razón del envase con el que se presentaba para el consumo.

En la calle de Nicolás Rabal número 15, en el edificio situado entre el hotel Florida (hoy Comisaría de Policía) y la iglesia de San Francisco, o sea la capilla del antiguo Hospital Provincial, con las cocheras de Gabriel Liso –lugar de partida y llegada de los coches de viajeros a los pueblos de Pinares- y el obrador de la heladería de la familia Fuentes por medio, estaba la “fábrica de hielo, gaseosas y seltz” de José Lenguas bajo la marca registrada (sic) de La Polar; “pida siempre productos La Polar, son los mejores”, era el promocional que aparecía periódicamente en los programas de fiestas de la ciudad. Y, en fin, la “fábrica de gaseosas, agua de seltz y naranjada” de Manuel Pérez López, en la avenida de Mariano Vicén 11, frente a la estación del Torralba-Soria (la Soria-San Francisco, en la jerga ferroviaria, o la Vieja, que es la denominación que ha pervivido), que “por su esmerada elaboración es la más acreditada”, se podía leer en la publicidad de la época.

LA FIESTA DE LOS BAUTIZOS, UNA TRADICIÓN PERDIDA

Fachada de la antigua iglesia de El Salvador (Archivo Histórico Provincial)

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Hoy, salvo para los más allegados, naturalmente, pasan desapercibidos, al contrario de lo que ocurría en otros tiempos en que por discretos que se quisiera que fueran trascendían a la calle, y tenían amplio eco en el barrio. Se está hablando de los bautizos, otra tradición perdida, que antaño gozaban de un profundo arraigo social, al margen del componente religioso, que era el argumento sobre el que se apoyaban unas celebraciones populares, que a los que vivieron y disfrutaron de ellas les sigue produciendo añoranza.

Situados en la época, los bautizos, como manifestación externa y componente cultural, que sin duda lo eran, constituían un revulsivo en el de por sí previsible, y de suyo monótono, acontecer diario pues no en balde venían a romper con la rutina de los más pequeños, que llevaban su particular agenda de este tipo de eventos. Lo lógico en una ciudad pequeña como la nuestra en la que el barrio constituía la célula en torno a la cual se articulaba la convivencia además de tener una carga de afectividad fuertemente arraigada que contribuía a fomentar la solidaridad entre las gentes que compartían espacio urbano. Los bautizos, según se concebían antaño, eran una manera de anunciar al vecindario el feliz acontecimiento que acababa de producirse y de hacer partícipes a los convecinos de la alegría familiar, personalizada en los chavales al ser los destinatarios directos de una fiesta que se montaba en exclusiva para ellos.

Los bautizos tenían su particular ceremonial. Pues, en efecto, alrededor de ocho días después de haberse producido el natalicio, partía a pie del domicilio de los padres del neonato la comitiva de familiares e invitados con dirección a la parroquia, con el recién nacido, vestido con el traje de acristianar, en brazos de la madrina, y con ellos los demás acompañantes, pues no conviene olvidar la costumbre “sagrada” de la madre de cumplir a rajatabla el puerperio, es decir, el tiempo que transcurre desde el parto hasta que la mujer vuelve al estado ordinario anterior a la gestación terminado el cual ya podía salir a la calle, cuya primera visita era obligado hacerla a la iglesia para recibir la bendición puerperal. Pero sin perder el hilo argumental del bautizo, una vez el séquito en la parroquia se desarrollaba el ceremonial con la solemnidad propia de la ocasión y, una vez concluida esta, de regreso ya en el hogar familiar, era cuando verdaderamente comenzaba la esperada fiesta callejera, que se prolongaba durante un buen rato, en la propia casa de los padres del recién nacido. Porque, en efecto, a partir de ese momento, se organizaba, sin convocatoria expresa previa, lo más parecido a un motín, aunque obviamente en versión menor, en el esperado deseo de los chicos de hacerse con la mayor cantidad posible de todo aquello con lo que la familia e invitados tenían por costumbre obsequiarles siempre, por supuesto,, en consonancia con sus posibilidades económicas, arrojándolo literalmente desde el balcón, ventana o lo que fuera, de la estancia principal que daba a la calle. De modo que no faltaban caramelos en abundancia ni, desde luego, monedas -sólo metálicas- entre las que abundaban las conocidas como perras gordas, los reales de toda la vida y las famosas pesetas rubias, más que nada por razones de eficacia práctica, y como garantía de que llegaran a los destinatarios, lo que no era posible asegurar con los billetes de papel cuando, por ejemplo, una eventual ventolera podía llevárselos a destinos indeseados, además de no satisfacer el objetivo que se pretendía. Se trataba de la llamada calderilla. La duración de lo que en realidad era una lluvia incesante de golosinas y de dinero suelto estaba en consonancia con la generosidad de los obsequiantes, su estatus social y el peculio de cada uno. De ahí que cuando la “parroquia” (entiéndase los potenciales receptores) se consideraba insatisfecha no tuviera el menor reparo en vocear a coro coplillas como la de

Bautizo cagao

que a mí no me han dao

si cojo el chiquillo/lo tiro al tejao

o la de

Bautizo roñoso/tacaño y asqueroso

que hace la madrina

que no se arrasca el bolso

que provocaban la reacción inmediata de los eventuales donantes y garantizaban la continuidad de la celebración.

Esto de los bautizos era una práctica generalizada en la ciudad. Incluso a algún inquilino del Gobierno Civil no le quedó más remedio que pasar también por situación semejante. Porque ni el mismísimo Gobernador llegó a tener bula.

EL ORIGEN DEL CARTEL DE FIESTAS

Cartel anunciador de las Fiestas de San Juan de 1961 (Colección Asociación Cultural «Nuestras Fiestas de San Juan)

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Aunque más de uno quizá no se haya detenido a pensarlo, lo cierto es que estamos ante en la cuenta atrás de las celebraciones sanjuaneras. Porque, en efecto, este último sábado de abril, se procede al nombramiento de los Jurados con la parafernalia prevista en la Ordenanza Municipal, por más que a estas alturas se trate de un acto rutinario, pues de hecho los alcaldes de barrio ya llevan unas cuantas semanas ejerciendo como tales, pero del que, no obstante, nadie quiere prescindir al tiempo que sirve de recordatorio de lo que se avecina y pone a punto la maquinaria de las fiestas, que tendrán una semana después la primera gran cita vecinal con el festejo del Catapán. Los preliminares sanjuaneros se advierten también en el desarrollo de otros hábitos más modernos, entre ellos la exposición, precisamente estos días, de los carteles presentados al concurso que con puntualidad convoca el ayuntamiento aunque acaso más tarde de lo recomendable para que pudiera difundirse el trabajo premiado con bastante más antelación de la que se hace. Sin pretenderlo, porque históricamente tampoco es que las sucesivas corporaciones municipales salvo en algún momento concreto hayan mostrado un especial entusiasmo en el empeño –al contrario, casi siempre se ha despachado como un trámite más-, el cartel anunciador de las Fiestas de San Juan ha terminado por convertirse, pese a todo, en otra de las referencias ineludibles de la que a estas alturas difícilmente podría prescindirse, por más que varias décadas después sean demasiados los interrogantes que no han encontrado respuesta en torno a esta figura que pretende la divulgación festiva hasta el punto de desconocerse su origen y cuando menos la fecha, siquiera aproximada, en que se comenzó con la práctica porque, hasta donde se conoce, tampoco se ha detectado un interés especial a la hora de profundizar en el conocimiento de una materia novedosa, y por tanto atractiva, que merecería, sin duda, la pena estudiar. Que se sepa uno, de los contados trabajos, sino el único, emprendidos hasta ahora lo ha llevado a cabo el activo colectivo Nuestras Fiestas de San Juan en el marco de un plan ambicioso con el objetivo de recopilar de todo el material posible –cancioneros, música, los objetos más diversos, etc.- que guarde algún tipo de relación con estos ancestrales festejos. El cartel anunciador oficial siempre ha sido uno de los empeños.

Pues bien, después de todo, la realidad es que según lo estudiado hasta ahora no está lo suficientemente claro el año en que empezaron a anunciarse las fiestas de San Juan mediante un cartel oficial, por otra parte, una costumbre relativamente moderna que algunos estudiosos relacionan con las innovaciones que pretendió imponer el Gobernador López Pando en los primeros años cincuenta. A lo más que se llegaba entonces era a la edición de una especie de guía publicitaria que incluía el programa oficial de fiestas y un cartel anunciador, todo por iniciativa de una de las agencias de publicidad establecidas en la capital. Según el aludido trabajo del grupo Nuestras Fiestas de San Juan es al final de la década de los cuarenta cuando aparece la primera referencia en la prensa local acerca de un cartel divulgador de los sanjuanes realizado por el dibujante Sanz del Poyo, a la sazón, empleado municipal, pero no es hasta diez años más tarde, al filo de los sesenta, cuando existe constancia fehaciente de que el ayuntamiento que presidía del abogado Alberto Heras Hercilla encarga el diseño al publicista soriano Saturio Ugarte del Río, que lo hace de manera consecutiva durante varios años. Es en 1962 cuando, según todos los indicios, la corporación municipal al frente de la cual seguía estando Heras Hercilla, anunció por primera vez la confección mediante concurso del cartel oficial, que ganó el también dibujante soriano Ezequiel Villanueva. En esta etapa inicial fue habitual que los reclamos oficiales anunciadores de las fiestas de San Juan llevaran la firma bien de reconocidos pintores locales o del fotógrafo Lafuente Caloto –que solía trabajar para el creador, Ugarte Publicidad-, una práctica que, con contadas excepciones, vino produciéndose hasta prácticamente el final de los noventa. De manera que, sin pretender ser exhaustivos, junto a los ya citados les cabe asimismo el honor de haber firmado aquellos años –alguno en más de una ocasión- el cartel oficial de los sanjuanes a los igualmente artistas sorianos Francisco de Gracia, José Andrés Diago, José Mari Herrero, Antonio Lenguas, Antonio Morales, Javier Arribas y Paco Castro, entre otros, cuya autoría está confirmada.

 

LA FIESTA DEL LIBRO DE ANTAÑO

Edificio de la Biblioteca Pública en una imagen de diciembre de 2020 (Joaquín Alcalde)

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Desde que el rey Alfonso XIII lo instituyera, se viene celebrando en la ciudad el Día del Libro, antaño con la denominación de Fiesta del Libro, bien es cierto que con actos que más bien poco o nada tengan que ver con los de entonces, aunque el espíritu siga siendo el mismo.

Situados en los años de la posguerra se programaban una serie de actos que solían desarrollarse en sesiones de mañana y tarde en el salón de sesiones del ayuntamiento, como ocurrió en 1939, el Año de la Victoria, en el que en la matinal se dictó una conferencia a cargo de uno de los catedráticos de Literatura del Instituto Nacional de Enseñanza Media, el único que había, en la actualidad “Antonio Machado”, a la que asistieron las autoridades civiles, militares y del Movimiento, el Claustro y alumnos del Centro, bajo la presidencia del Gobernador Militar. Y por la tarde continuó la programación prácticamente con el mismo auditorio y ceremonial. La parte más académica de la jornada se completó con la ubicación en diferentes puntos de la ciudad de mesas petitorias atendidas por camaradas (sic) de la Sección Femenina para la recogida de libros con destino a “la lectura del soldado”.

Con el paso de los años varió el protocolo de tal manera que el escenario de la celebración pasó a ser el Instituto de Segunda Enseñanza y con el paso del tiempo a la Biblioteca Pública, instalada ya en Nicolás Rabal (Doctor Fleming, cuando comenzó a prestar servicio). Antes, se oficiaba la santa misa, primero en la iglesia de Santo Domingo, más tarde en otras de la ciudad –San Juan de Rabanera, de los Franciscanos, La Mayor… y en alguna ocasión también en la ermita de San Saturio-, terminada la cual los actos se trasladaban al salón de actos del Instituto, donde el Director de la Biblioteca Pública daba lectura a la Memoria anual de este centro, para continuar con una conferencia a cargo de uno de los profesores del Instituto o del abad de la colegiata, Santiago Gómez Santa Cruz. El Gobernador Civil de turno tenía por costumbre presidir los actos.

Celebraciones con motivo de la Fiesta del Libro tenían lugar también en la Escuela de Magisterio y en el Colegio del Sagrado Corazón.

EL PALACIO DE LOS RÍOS Y SALCEDOS

El Palacio de los Ríos y Salcedos cuando todavía era Cuartel de la Guardia Civil (Archivo Histórico Provincial)

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El Archivo Histórico Provincial es uno de los puntos de referencia de la actividad cultural de la provincia. Tuvo que transcurrir medio siglo y superar una serie de vicisitudes, algunas verdaderamente difíciles, para erigirse en una institución viva, moderna y perfectamente entroncada en la vida soriana en general y en el ámbito cultural en particular.

En una publicación de la Consejería de Educación y Cultura de la Junta de Castilla y León se señala que ya desde 1942 se venía sintiendo la necesidad de disponer de un local adecuado para recoger los fondos documentales de la provincia, aunque casi veinte años antes la Comisión Provincial de Monumentos ya había dejado constancia de semejante inquietud.

En todo caso, no va a ser hasta después de la Guerra Civil cuando se sentirá la verdadera necesidad de abordar el proyecto. Tendrán que pasar otros quince años para que por fin el Ministerio de Educación  Nacional acordara la creación del Archivo Histórica Provincial de Soria en 1956 y se nombrara directora del mismo a la Archivera de Hacienda, Concepción García Hernández, trabajo que compatibilizaba con el de profesora de literatura e historia del entonces Instituto Nacional de Enseñanza Media (el actual Antonio Machado) y, según todas las fuentes, la verdadera impulsora del nuevo centro.

El mismo texto legal disponía que el Archivo se instalaría en el edificio que en aquel momento ocupaba la Biblioteca Pública y en el que se estaban realizando obras para su adaptación a Casa de la Cultura de Soria, que no era otro sino la Casa del Común, en la Plaza Mayor (entonces del General Franco), actual sede del Archivo Municipal, que en diferentes etapas de la vida local había tenido otros usos: parque de bomberos y durante un breve espacio de tiempo dependencias administrativas del consistorio. En el histórico local ingresaron los primeros fondos que hasta ese momento se encontraban, por lo que se ha contado, en muy malas condiciones en el convento de los Carmelitas.

La precariedad y la falta de espacio fueron desde el primer momento el denominador común, pero allí estuvo hasta finales del año 1968 en que se trasladó, junto con la Biblioteca Pública, al nuevo edificio de la Casa de Cultura de la calle de Nicolás Rabal, ocupando un espacio muy pequeño, en el que apenas se podían desarrollar las funciones propias de su cometido. Tal es así que en muy poco tiempo no quedó más remedio que habilitar nuevos locales en un edificio diferente. Fueron los sótanos de la Delegación de Cultura en la calle Campo, y más tarde, aunque en la misma ubicación, del edificio del ya Servicio Territorial de Cultura de la Junta de Castilla y León, no en las mejores condiciones de funcionalidad, por cierto.

En esos permaneció hasta que a comienzos de la década de los noventa pasó a ocupar las actuales dependencias del palacio plateresco de los Ríos y Salcedos, en la plaza del San Clemente, la del Tubo –durante tanto tiempo referencia de la zona de alterne de la ciudad y de celebraciones festivas-, esquina a la calle Aduana Vieja, que se encuentra medio tapado por la mole (hoy de propiedad particular) que levantó la Telefónica en los años cincuenta para la nueva central automática, con destinos anteriores variopintos y curiosos.

En efecto, el edificio, que habían ocupado las Concepcionistas y más tarde las hermanas de Santa Clara hasta que encontraron acomodo en el Convento de Santo Domingo tiene su historia. Objeto de desamortización, fue adquirido en la segunda mitad del siglo XIX por particulares que lo alquilaron a la Guardia Civil. El benemérito instituto lo estuvo ocupando como cuartel y dependencias anejas hasta 1966 cuando se trasladó a su actual emplazamiento de la calle Eduardo Saavedra, aunque en el ínterin no faltaron proyectos como el de rehabilitación para sede de la Delegación del Banco de España. Al desalojarlo la Benemérita el edificio quedó lógicamente vacío, y durante algún tiempo fue empleado por los dueños de los bares del Tubo como almacén de bebidas.

Tras un largo proceso de gestación, cuyas primeras actuaciones se remontan a 1980, el Ministerio de Cultura lo compró en 1988 al Colegio de Arquitectos que, a su vez, lo había adquirido a unos particulares. Entre ese año y el 1993 se llevó a cabo su rehabilitación y la construcción de un pabellón anexo, lindero con la muralla o cerca de la ciudad. Se inauguró oficialmente el 14 de abril de 1993.

La conservación del palacio, con rasgos renacentistas que se concentran en su emblemática portada y en su peculiar ventana en esquina, ha permitido que se mantenga en pie uno de los muros de la desaparecida iglesia de San Clemente; pared que no llegó a derribarse por ser medianera con el palacio y parte de su sustentación. Muro que sigue pudiéndose ver en el patio central del edificio, el destinado a las exposiciones temporales.

APUNTES SOBRE EL EDIFICIO DE LA COMANDANCIA DE LA GUARDIA CIVIL

Fachada principal de  la Comandancia de la Guardia Civil en la calle Eduardo Saavedra (Alberto Arribas)

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No hace mucho, la directora General de la Guardia Civil anunció en Soria, pocas semanas antes de dimitir, “una importante reforma” del edificio de la Comandancia de la Guardia Civil sito en la calle Eduardo Saavedra, es decir, en la antigua carretera de circunvalación, de la que hablábamos recientemente. Una “actuación muy necesaria” argumentó la dirigente, que supondrá una inversión de siete millones de euros.

Al margen del montante económico y de la necesidad de acometer la remodelación del edificio, lo que se quiere traer a  colación aquí es, aunque sea a grandes rasgos, son algunos datos acerca de del origen del inmueble. Veamos.

El jueves 6 de abril de 1944, es decir, hace la friolera de 79 años, el diario Duero, de FET y de las JONS, o sea del Movimiento, que se editaba entonces en la ciudad, daba cuenta del último pleno del ayuntamiento de la ciudad, cuyo alcalde era Jesús Posada Cacho, y, entre otros asuntos, del acuerdo por el que se “ratificó sin modificación alguna, los ofrecimientos que tienen efectuados de aportación en metálico para la construcción de un nuevo Cuartel para la Guardia Civil”.

No volvió a hablarse de este asunto, al menos que trascendiera, hasta 1953, cuando se conoció la noticia de que el ayuntamiento había vendido parte de los terrenos ocupados por la casa-cuartel de la Guardia Civil para la construcción de la central telefónica, obviamente en la plaza de San Clemente, en la que desde hacía décadas estaban ubicadas las instalaciones del instituto armado (en la actualidad sede del Archivo Histórico Provincial), en condiciones para nada acordes con la función que se ejercía allí.

Cuatro años después, el ayuntamiento cedía los terrenos para la construcción del nuevo edificio de la Comandancia en la calle Eduardo Saavedra. En efecto, el 4 de junio de 1957, en el salón de sesiones del ayuntamiento, se celebró ante el notario de la capital, Pedro Sánchez Requena, la firma de la escritura por la que el municipio cedía un solar para la construcción del Cuartel para la Guardia Civil. Por la Corporación municipal firmó el alcalde, Eusebio Fernández de Velasco, y por el ministerio de la Gobernación, el Teniente Coronel, Primer Jefe de la Comandancia de Soria, Pedro Gómez Hijazo. La noticia la llevó el periódico Campo Soriano en su edición del 6 de junio, visiblemente destacada en la página local, recuadrada, con la siguiente coletilla: “Nos congratulamos, como todos los sorianos amantes del Benemérito Cuerpo, de este decisivo paso la construcción de un nuevo cuartel en nuestra ciudad, con destino a la Guardia Civil”.

Diez años más tarde, el 21 de febrero de 1967, se ponían en funcionamiento las nuevas instalaciones de la calle Eduardo Saavedra, entonces notablemente alejada del centro  de la ciudad.

Desde entonces, hasta hoy, sin olvidar, por supuesto, la reforma culminada en 1990.

VIEJOS LOCALES DE CUADRILLA

El patio del Hotel Comercio, uno de los clásicos locales de cuadrilla de antaño, en las fiestas de 1970 (Archivo Histórico Provincial)

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Las cuadrillas llevan ya unas cuantas semanas calentando motores ante el inminente arranque de la cuenta atrás del rosario de las celebraciones sanjuaneras que nos aguardan. Los Jurados ya tienen las llaves de los locales de  Cuadrilla. De los modernos locales.

Cuando la ciudad acababa poco más allá del edificio de Correos no podía hablarse de locales de Cuadrilla propiamente dichos. No hay más que rebobinar el disco duro de la memoria para recordar las destartaladas y en general cochambrosas instalaciones –solían ser siempre las mismas-, que habilitaban los sucesivos Jurados para el Catapán, el reparto de La Tajada y los Agés, lo fundamental y básico entonces, como ahora, porque la tajada cocida del Domingo de Calderas se repartía en la Dehesa, salvo para las cuadrillas de La Cruz y San Pedro y Santa Catalina que lo hacían en La Arboleda.

Pero a diferencia de los locales de ahora, que se decoran con profusión, esmero y buen gusto, todo hay que decirlo, los de entonces eran sencillamente cocheras, portalones, bajos de alguna trastienda o cualquier otro lugar aparente que los hacía únicos si es que no cutres en el lenguaje de hoy.

Típicos y singulares eran, por ejemplo, el patio porticado de la desaparecida casa del sacristán de El Salvador, al comienzo de la calle de Santa María, contigua a la iglesia que da nombre a la cuadrilla; el asimismo viejo patio que hasta no hace mucho pudo verse en la calle Instituto en su confluencia con la de Teatinos, en el que se ubicaba la de El Rosel y San Blas; los bajos del antiguo Parador del Ferial, donde estuvo el bar Alcázar, –junto a la iglesia de El Salvador- destinados tiempo atrás a cuadras para las mulas; el patio del Hotel Comercio, sede casi permanente de la cuadrilla de San Esteban; el recientemente desaparecido Trinquete, al final de la calle Zapatería, donde funcionaba la cuadrilla de La Mayor; el herradero del Jacob en las Concepciones, detrás del edificio Revilla, que temporalmente compartía las instalaciones con la parada de sementales del Ejército, donde había dos cuadrillas, una de ellas la de La Blanca, la otra puede que fuera la de Santa Bárbara; las salas de despiece del viejo y desaparecido matadero junto al colegio de la Arboleda, hoy Cuartel de la Policía Local, que utilizaban las de San Pedro y Santa Catalina, y el mismísimo patio central del Palacio de los Condes de Gómara, ocupado en su totalidad por las dependencias del Frente de Juventudes, donde se establecía la cuadrilla de San Miguel.

Con el paso de los años algunos de estos locales, que de por sí resultaban inservibles y terminaron siéndolo de verdad, dejaron de utilizarlos las cuadrillas y pasaron a ocupar otros, pudiera decirse más modernos o si se quiere funcionales, como el desaparecido no muchos años más tarde de la Hermandad de Labradores, junto a la plaza de toros, en el que se metió La Blanca; el también demolido fielato de la avenida de Valladolid, frente a la estación de autobuses, que albergó a la cuadrilla de El Salvador; los porches de la vieja Audiencia, cuando todavía radicaban allí las tercermundistas dependencias del juzgado, la fiscalía y la cárcel, o el corralón de la calle Instituto, más bien en la plaza del Vergel, en el que estuvo la Escuela de Artes hasta su traslado a su actual ubicación.

No obstante, la nota de singularidad de la época y puede que única al menos en los tiempos modernos, la puso un año (1943) la cuadrilla de Santo Tomé, San Clemente y San Martín, que se decidió por el pórtico de la iglesia de Santo Domingo para proceder tanto al reparto de la tajada como a la subasta del Sábado Agés. Ocurrió a propósito del rodaje de una película de pequeño metraje de las fiestas para el NO-DO, el cortometraje propagandístico que durante el Régimen de Franco fue de proyección obligada en las salas de cine previamente al pase de la película que se anunciaba en la cartelera.

EL BARRIO DEL CALAVERÓN (y II)

La antigua fábrica de chocolate, edificio referencia del Calaverón (Joaquín Alcalde)

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Si bien fue en los años cincuenta del siglo pasado cuando el Calaverón comenzó a poblarse para ir configurándose progresivamente de la manera que lo conocemos hoy, el hecho cierto es que como recoge la profesora Monserrat Carrasco en su obra “Arquitectura y Urbanismo en la Ciudad de Soria 1876-1936”, ya al final de los años veinte del pasado siglo XX una de las zonas de mayor crecimiento de la ciudad fue la de la Alberca, colindante con la que entonces se conocía en sentido estricto como el Calaverón, eso sí, sin equipamiento alguno en cuanto a servicios de agua corriente, alcantarilla, alumbrado o pavimentación. De tal manera que aquel paraje pasó a convertirse en un asentamiento de obreros, modestos funcionarios o pequeños industriales con el grupo de viviendas baratas diseñado por el arquitecto Ramón Martiarena, que aún pueden verse.

Pero la verdadera seña de identidad del Calaverón la ofrecía el campo de tierra inclinado hacia el sur en terrenos de lo que es hoy lo más poblado del barrio, que servía casi en exclusiva como campo de fútbol para los chicos del barrio, que apenas había, porque aquello no dejaba de ser un descampado sin poblar en las afueras de la ciudad, y, sobre todo, en los ratos de ocio de los internados en el reformatorio o correccional, que de las dos maneras se llamaba coloquialmente a la Casa de Observación de Menores, un edificio sin uso y en ruinas desde hace décadas, tras el que por cierto sigue ocultándose un buen tramo de la muralla de la ciudad, que algún día habrá que descubrir.

De modo que con el paso del tiempo fueron surgiendo en el Calaverón nuevas edificaciones al tiempo que se asentaban industrias como la fábrica de chocolate en la calle Beato Julián de San Agustín; los cocherones de la Campsa, al lado; la fábrica de persianas en la calle Cortes; las de sopa y jabones en Venerable Carabantes, y la de velas en el vecino Barrio Iglesias, las tres en un pañuelo en la zona más baja del barrio, junto a la avenida de Mariano Vicén, muy cerca de la estación de tren Soria-San Francisco (la Estación Vieja, para que nadie se pierda). Y, por supuesto, la ya citada con anterioridad Clínica “18 de Julio”, sin olvidarnos del cuartel de Santa Clara, que merece un capítulo aparte.

Un barrio, en fin, que se fue masificando hasta derivar en la chapuza en toda regla que han heredado las generaciones jóvenes y padecemos en la actualidad los que lo hemos visto crecer.

LAS TRASERAS DEL ANTIGUO HOSPITAL PROVINCIAL

El Polígono de la Estación Vieja recién urbanizado (Archivo Histórico Provincial)

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Para situarnos, aunque quizá no haga falta, no estará demás señalar de entrada que el conocido como Rincón de Bécquer no es otro sino las traseras de la iglesia del antiguo Hospital Provincial.

El Rincón de Bécquer tomó carta de naturaleza, o más bien surgió, a partir de la demolición de la estación vieja, pero no por ello menos querida, estación de Soria-San Francisco en la jerga ferroviaria, en la segunda mitad de los años sesenta, y sin solución de continuidad el polígono resultante, por cierto, temporalmente utilizado para ubicar en parte de él las atracciones de feria durante las fiestas locales, a falta de otros espacios idóneos que quedaran a mano susceptibles de ser usados para este fin, hasta que la Administración Central del Estado levantó en la parcela el edificio que hoy ocupa la Delegación Territorial de la Junta de Castilla y León. Fue entonces cuando pudieron rehabilitarse para ser contempladas las ruinas -desconocidas para la mayoría de los sorianos- del antiguo convento de San Francisco hasta ese momento en alarmante estado de deterioro, semienterradas y llenas de escombros y de basuras por más de su proximidad al centro urbano. Y eso que en las inmediaciones estaba construida ya la manzana de Pablo del Barrio, aunque con configuración diferente de la que ofrece en la actualidad, y que en la parte más próxima a la Dehesa ya hacía años que se había construido y funcionaba el Hotel Florida (el edificio que ocupa en la actualidad la Comisaría de Policía) y sus aledaños servían de improvisado muelle para los viajeros de los coches que cubrían la línea de El Burgo de Osma y San Esteban de Gormaz –más tarde también la de Madrid- porque la estación de autobuses era todavía una entelequia por más que se llevara décadas hablando de ella y hasta se hubiera presentado la maqueta de la inicialmente diseñada que luego resultó ser otra y en lugar diferente.

Pero sin apartarnos del hilo argumental, el hecho cierto es que el paraje era hasta entonces una zona degradada ocupada por algunos de los servicios de la estación del ferrocarril como pudieran ser el embarcadero del ganado en la fachada norte del actual edificio de la Junta, depositario de tantos y tantos entrañables e imborrables recuerdos relacionados especialmente con el transporte de las merinas trashumantes y de los toros de lidia en cajones tirados por mulas hasta el coso de San Benito, además de otras instalaciones auxiliares de las dependencias ferroviarias. Pero, por encima de todo, se trataba de una barrera física en toda regla que separaba de hecho el barrio de la estación vieja del alto de San Francisco, donde por aquel entonces también –año más o menos- se construyó la Escuela de Magisterio y muy cerca otros edificios dotacionales como el Polideportivo de la Juventud y los colegios menores, de manera que en la práctica se trataba, como así era, de dos zonas colindantes sin conexión alguna. Luego, sí, una vez desaparecida la estación, el cambio fue radical y a velocidad de vértigo, pues sucesivamente surgió la avenida de la Victoria (ahora Duques de Soria) –por donde antaño iba el tren desde la estación de San Francisco a la del Cañuelo-; se construyó el scalextric (el que conocemos como Ronda de Eloy Sanz Villa), de tal manera que al facilitarse el acceso a la parte de arriba comenzaron a proliferar las nuevas construcciones y, en definitiva, a ensancharse el núcleo urbano que con el paso del tiempo han configurado uno de los más modernos y poblados barrios y vertebrado una de las zonas prósperas de la ciudad.

EL BARRIO DEL CALAVERÓN Y POR QUÉ ESTE NOMBRE

El Calaverón, desde Los Pajaritos (Joaquín Alcalde)

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El barrio  del Calaverón es uno de los más poblados del centro de la ciudad y una verdadera sinrazón -entonces y hoy- de lo que tradicionalmente ha venido entendiéndose por urbanismo.

El primer Plan General de Urbanismo de la Ciudad fue el de 1948. Le siguió el de 1961, que estuvo en vigor hasta 1994. Pues bien, en el largo periodo comprendido entre 1948 y 1962, en que se funcionó a base de “parcheos”, o sea modificaciones parciales o como técnicamente se llamen, con las consecuencias de todos conocidas, fue cuando se configuró el Barrio del Calaverón por más que tuviera prolongación en los coletazos que se han extendido hasta nuestros días, ahora sí dentro de la legalidad urbanística, con la que podrá estarse más o menos de acuerdo.

Los primeros pasos para la urbanización del Barrio del Calaverón hay que situarlos en el final de la década de los cincuenta cuando el ayuntamiento acordó ordenar la zona en torno al sanatorio “18 de Julio”, en la calle Bodas Reales, si bien es cierto que unos años antes –al comienzo de  los cuarenta- otra corporación había acordado de la mano de la Diputación Provincial la parcelación y urbanización de los terrenos de Santa Clara y las traseras del Palacio Provincial, donde, por resumir, ésta construyó un grupo de viviendas para sus funcionarios.

¿Pero de dónde le viene al barrio el nombre de Calaverón? Es una muy buena pregunta que nadie es capaz de resolver. Pues, en efecto, son varias las teorías que se manejan producto, sin duda, de una interpretación marcadamente localista. La más reciente, con razonamientos desde su punto de vista lógicos, la aporta el investigador y estudioso José Ignacio Esteban Jáuregui, quien argumenta producto de lo que conoce y de su experiencia, pero eso sí sin soporte documental alguno, como él mismo se apresura a dejar constancia para evitar cualquier mal entendido, que el Calaverón era una zona de cultivo de los Heros, por lo que no le extrañaría nada que tuviera relación con su forma, lo mismo que ocurre con la denominación de otros parajes que por lo general suelen responder a determinadas particularidades del terreno. De modo que el nombre de Calaverón pudiera hacer mención a alguna pequeña elevación “pelada” o rocosa que surgiera en la zona, observando que hubo otro Calaverón saliendo por la puerta de Nájera, del mismo modo que el topónimo “Los Calaverones” es relativamente frecuente y algunos autores los relacionan con lugares donde se echaba a los animales muertos, que en el caso que nos ocupa –subraya Jáuregui- no parecen tener una relación apropiada para los dos Calaverones capitalinos mencionados, por estar situados en terrenos que se sembraban.

En todo caso, el propio Jáuregui señala que el topónimo Calaverón se documenta ya en 1605 “en el pago de los Heros donde dicen “El Calaverón” y que, por ejemplo, en 1618 se dice que el beneficio curado de la iglesia de Cinco Villas tenía una pieza de tierra saliendo por la puerta de Nájera «a la mano derecha que llaman el Calaverón».

Por otra parte, dice que en un apeo de tierras en 1701 consta «en el término de esta ciudad y Heros de ella, encima del Cañuelo, una pieza de tres yubadas CON SU CALAVERÓN y cercada de ribazo con una llave que hace a la parte de abajo contra un bancal de tierra», además de «otra pieza donde dicen lo alto del Royo de las Casas, de dos yubadas que tiene por aledaños /…/ por la parte de solano UN CALAVERÓN y el camino real que se va a Garray, a cierzo descabeza en un cerro yermo, y por la parte de regañón otro cerro yermo.»

En un apeo posterior de tierras de 1783 queda constancia de «una pieza de tierra en término de esta ciudad donde dicen La Coronilla junto a la Puerta Nueva» y «otra pieza de tierra en donde dicen EL CALAVERÓN detrás de la muralla de Santa Clara de esta ciudad que sale por cierzo del camino que va desde la Puerta Nueva a la de Valobos». Por lo que parece, cree Jáuregui, que el topónimo La Coronilla pudiera estar relacionado con El Calaverón.

Y más tarde, en 1854, se señala que Santiago Ramón, del barrio de Las Casas, ha cerrado un herreñal «en el sitio que llaman Los Calaverones //…// tomando ciento cuarenta y cuatro varas cuadradas de terreno del Cordel servidumbre pública de la ganadería». Calaverones, según Jáuregui, que se pudieran corresponder con El Calaverón citado en 1701 en el Royo de Las Casas

En este sentido, y como conclusión, puede verse cómo CALAVERÓN era algo más que el paraje que dio nombre al barrio.

Pero hay más. Para algunos profesionales de la agricultura, conocedores del mundo agrario, cuando se habla de calaverón se está refiriendo a una calva, un terreno pelado, sin árboles, que en algunos pueblos de la geografía provincial soriana son zonas de riscas con no mucha tierra vegetal, y en caso de haberla con poca profundidad. Una aportación más que puede arrojar algo de luz a por qué recibe el nombre de Calaverón este barrio de la ciudad.