El autobús que cubría la línea Logroño-Soria y viceversa, conocido como «La Camerana», en su «parada» delante del Hotel Comercio y el teatro-cine Avenida (Archivo Histórico Provincial)
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Hoy la palabra exclusiva se maneja con un desparpajo asombroso. Lo mismo en el mundo mediático que en el de la pasarela o en el que sea.
En Soria, se estuvo mareando la perdiz muchos años –al menos desde la posguerra- acerca de la necesidad de construir una estación de autobuses. De tal manera que cuando, por fin, a mediados de los ochenta los sorianos vieron cumplida la vieja aspiración, y comenzó a funcionar, el tipismo urbano perdió una estampa, y por qué no dejaron de practicarse unas costumbres, con la que habían crecido varias generaciones.
En cualquier caso, se había dado un salto importante en el tiempo. Porque, en efecto, las calles del corazón de la ciudad habían dejado, felizmente, de ser el andén en el que los destartalados autobuses de las líneas regulares de viajeros tomaban y dejaban a quienes los utilizaban como medio de transporte. Pasaba así a mejor vida el trasiego por lo más céntrico de la capital de los transeúntes que llegaban a la ciudad acompañados de sus inseparables viejas maletas de cartón o de madera, según la economía de cada uno, o de las cestas, cajas atadas con cuerdas o con lo que se tuviera más a mano pero que, en definitiva, cumpliera su finalidad. Desaparecieron con ello los mozos de cuerda, llamados también maleteros, nombre común por el que del mismo modo se les conocía, eran aquellos trabajadores serviciales por cuenta propia fácilmente identificables por la gorra de plato y la placa metálica en el frontal de ésta acreditativa de su condición, que aguardaban pacientemente en la parada de los autobuses a que el potencial cliente requiriera sus servicios si es que no estaba por la labor de cargar con los bultos hasta su punto de destino en la ciudad, en tiempos en que coger un taxi, que apenas había, era un lujo que muy pocos se podían permitir. Antes, naturalmente, la mercancía que fuera tenía que pasar el reconocimiento que llevaba a cabo un empleado de Consumos, dependiente del Ayuntamiento, que tenía su área de trabajo también al pie del coche de línea -en la terminología de la época- y cobraba una especie de impuesto de aduanas de ámbito local cuyo arancel estaba en función del producto de que se tratara. De otra forma no podían pasarlo. Gallinas, huevos, tocino, conejos y un montón de cosas más pagaban este tributo. Los maleteros o mozos de cuerda, no disponían de más herramienta de trabajo que una carretilla de mano, de la que se servían para transportar los equipajes.
Bien, pues los coches de línea, eran conocidos en el ámbito rural, excepto el que iba a Madrid sin que se sepa por qué, como la exclusiva acaso por ser los únicos que tenían la explotación y cubrían la línea regular; llegaban y salían de los más diversos puntos de la ciudad. En la actual plaza de los Jurados, frente al Hotel Comercio, delante del desaparecido teatro-cine Avenida paraban el «coche de Madrid» -por aquello de la modernidad hoy la Continental, empresa que siempre tuvo la concesión- y el de Logroño, conocido por La Camerana en los pueblos de la línea, con la enorme baca en la parte superior del vehículo en la que además de utilizarse para transportar los equipajes y las mercancías facturadas, cuando se disparaba la demanda, normalmente los días de mercado, los jueves, y en las ferias, se acomodaba también en dos o tres bancos de madera del estilo de los de los parques públicos la gente de los pueblos que no había llegado a tiempo de conseguir un billete de asiento en el habitáculo del vehículo. El de Logroño prestaba servicio diario de ida y vuelta, no así el de Madrid que unos determinados días de la semana lo hacía de ida y los restantes de regreso (los domingos no circulaba). Ambos tenían la administración en el destartalado patio interior del desaparecido Hotel.
La terminal del que iba al Burgo y San Esteban con hijuela (sic) a Retortillo y puede que a Langa de Duero, y la del de Calahorra también con una hijuela –término muy utilizado entonces para explicar que la línea continuaba o tenía conexión hacia otros puntos de destino- estuvo al principio en la avenida de Navarra, en la misma puerta del viejo Avenida, para pasar posteriormente al hoy llamado Rincón de Bécquer, aunque para mejor entenderse digamos que las traseras del Hospital, y la administración en la plaza del Chupete, en la acera de Barrón. Era lógico, porque las dos concesiones las tenía la misma empresa, Gonzalo Ruiz. Se trataba de un local multiusos, en lenguaje de ahora, que por ser tan céntrico y quedar tan a mano, los domingos que jugaba el Numancia en Soria servía de despacho de las entradas y los días de toros quedaba habilitado también para venta de localidades del espectáculo; más aún, durante las noches de las fiestas de San Juan se utilizaba como punto venta de pollos asados allí mismo que además de producir un olor pestilente durante los días en que se ejercía la actividad dejaba impregnadas de grasa las de ya de por sí viejas y sucias instalaciones en las que no era difícil ver corretear por el vestíbulo a alguna que otra rata, en ocasiones de buen tamaño.
De tal manera que era frecuente que al administrador de los coches de línea le preguntaran por el precio de las localidades del fútbol, de la novillada o del espectáculo que fuera, y al taquillero de los toros por la hora de salida del coche que iba a Valdenarros o a Villar del Río o el día de la semana que le tocaba pasar por Rioseco, pongamos por caso, información que en la temporada de verano requería de mayores conocimientos porque se ampliaba también al coche que iba a los Baños de Arnedillo, y éste lo hacía únicamente durante la época estival, o sencillamente la hora en que comenzaba a funcionar aquello como asador y punto de venta de pollos. Del mismo modo que al encargado del negocio de las noches sanjuaneras más de una vez se le requirió información sobre cualquiera de las otras actividades, lo que para él no dejaba de entrañar un verdadero compromiso al tratarse de un forastero ocasional que desconocía de qué iba la fiesta.
Muy cerca, de la calle Ferial, salían los autobuses de Ólvega y Tarazona. Y de la zona sur de la ciudad los que tenían como destino Almazán y Baraona y los pueblos de pinares, Covaleda y Duruelo. El primero lo hacía de la Estación Vieja y no solía ser de los más demandados pues el tren funcionaba y la frecuencia de los servicios y los horarios se acomodaban a las necesidades de los usuarios. El otro estuvo saliendo muchos años, puede que hasta que los Hijos de Gabriel Liso cedieron la concesión, de la parte de abajo del Hospital antiguo, en la calle de Nicolás Rabal, del cocherón que existía entre la fábrica de gaseosas del Pepe Lenguas y el obrador de la heladería de la familia Fuentes.
En la zona este de la ciudad ocurría algo parecido. De la calle Sorovega, a pocos metros de la plaza Mayor, salía el coche que iba a Gómara, Deza y Cihuela, en tanto que de la acera del Palacio de los Condes de Gómara lo hacían los que iban al Valle y los que cubrían el trayecto hasta Almajano y su comarca que más tarde anduvieron deambulando por la plaza del Vergel y antes por la del Carmen.
Con la entrada en servicio de la durante décadas esperada estación de autobuses concluía un capítulo importante de la reciente historia de Soria.