LA FESTIVIDAD DE LA CANDELARIA

Nave central de la Concatedral, a la que cada 2 de febrero acudía el Ayuntamiento para renovar el voto de la ciudad a la Virgen de las Candelas (Archivo Histórico Provincial)

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La fiesta de Nuestra Señora de la Candelaria, el 2 de febrero, ha estado tradicionalmente arraigada y de hecho en la mayoría de las iglesias de la ciudad antaño se oficiaban durante la jornada cultos extraordinarios. Puede que fuera la ceremonia que tenía lugar a media mañana en la Iglesia de las Religiosas Clarisas (Santo Domingo) la que revistiera mayor solemnidad porque, en efecto, después de la bendición de las candelas y de la procesión por el interior del templo había misa, cantada por las monjas. Sin embargo, era la todavía Colegiata, en la actualidad Concatedral de San Pedro, la que acogía la celebración de mayor relevancia, al menos en el pudiera decirse plano estrictamente institucional, pues desde tiempo inmemorial el ayuntamiento de la Ciudad tenía por costumbre asistir cada 2 de febrero a la liturgia de una tradición, para algunos autores de origen medieval, a la que se tenía por costumbre invitar al Cabildo; lo hacía en Corporación, con el Alcalde al frente, y bajo mazas, o lo que es lo mismo acompañada de un piquete de la Policía Municipal, y sus componentes vestidos con el uniforme de gala, según lo requería el momento, con el fin de renovar el voto de la ciudad con la Virgen de las Candelas materializado en el ofrecimiento de una tarta y dos pichones que costeaba el municipio. En la puerta del templo la comitiva era recibida por el Cabildo Colegial, ahora Concatedralicio, que entonaba cantos acordes con el ritual que iba a tener lugar a continuación. En este marco estuvo desarrollándose la tradición hasta bien entrada la segunda mitad del pasado siglo XX en que coincidiendo con la transición democrática dejó de celebrarse, aunque es cierto que había venido devaluándose de manera progresiva hasta perder el tipismo que siempre tuvo. A su paso por la Alcaldía, se encargó de recuperarla en el año 1977 Fidel Carazo, buen conocedor de las costumbres sorianas, por más que fuera de manera testimonial, pues su empeño sólo sirvió para impulsarla durante algún tiempo, no mucho, para terminar desapareciendo. Fue al comienzo de los años noventa del siglo pasado, siendo Virgilio Velasco el alcalde, cuando se le dio carpetazo ante la dificultad de que la Corporación pudiera asistir como tal e incluso al primer edil, que en ocasiones lo hacía en solitario, no siempre le resultara posible cumplir con la inveterada costumbre.